Autor: Maestro Andreas

Autor: Maestro Andreas
Autor Maestro Andreas

lunes, 16 de abril de 2012

Capítulo XCIV

Antes de media mañana, el conde y el mancebo entraron en casa de un escribano con Lotario y Carolo.
Allí, ante el fedatario, Carolo cedió su fortuna al capitán y éste juró formalmente vasallaje al conde y el compromiso de cuidar y proteger al generoso muchacho el resto de su vida.
Y así quedó rubricado y sellado con lacre a los ojos de los hombres y del cielo.
Nuño, intencionadamente, llevó a Guzmán a otro cuarto, so pretexto de tratar algún detalle con el huesudo escribano, y dejó solos a Lotario y Carolo para que hablasen de sus cosas.
El chico miraba al capitán con expresión arrobada y éste le agradeció lo que había hecho por él.
Entonces Carolo le preguntó si estaba seguro de asumir la palabra dada y estar dispuesto a cargar con él para toda la vida y Lotario, emocionado y con ascuas de deseo en los ojos, le respondió: “Lo estoy... Tanto como tú al desprenderte de esa riqueza. Y deseo tanto ser tuyo como estar a tu lado y poseerte cada día”.

Carolo, repreguntó: “Ser mío, en que sentido?
Y Lotario contestó: “En todos los que sean posibles entre dos hombres... Yo también sé y conozco que se siente adoptando el papel contrario en el coito. Y ansío sentirlo contigo y ver si yo me abraso por dentro como te abrasaste tú al tenerme a mí. Carolo, Lo único que lamento es que no sea físicamente posible que estemos dentro uno en el otro al mismo tiempo para preñarnos juntos”.
“No lo es, pero a mi también me gustaría hacer eso contigo”, afirmó el chico.
Y las manos de ambos se deslizaron por las nalgas del otro, apretándoselas con los dedos y besándose en la boca.

De nuevo en la calle, a Lotario le pareció ver a unos tipos, que le parecieron sospechosos porque no les quitaban ojo al conde y al mancebo, y advirtió a Nuño por si fuese peligroso seguir el recorrido por la ciudad sin escolta ni más compañía.
El conde dudó sobre el inminente riesgo que pudieran suponer tales individuos, pero el mancebo le hizo razonar y tornaron hacia el palacio.
Y ni Lotario ni Carolo pudieron esperar más tiempo y al volver al caserón de Carlotti se metieron en el aposento del capitán y se arrancaron las ropas, revolcándose desnudos sobre la cama. Tras los largos besos y sobeos por todos los recodos y agujeros, uno sobre el otro y con las cabezas en sentido opuesto, se la mamaron y chuparon los huevos y el ano.

Y antes que Carolo le ofreciese el culo a Lotario, éste se estiró boca abajo y se abrió de patas mostrándole el peludo agujero al chaval.

El chico plantó sus dos manos en las fuertes cachas del soldado y las amasó antes de morderlas y besarlas. Y, apoyado en los brazos, fue bajando su cuerpo lentamente sobre el del otro hasta tumbarse encima. Volvió a notar el vello del capitán rozando su piel y se excitó más si cabe.
Lotario no veía el momento de ser penetrado por Carolo y alzó el culo reclamando su entrada. Y el chico sujeto su polla con la mano y se la metió despacio a Lotario, no para evitar causarle daño, sino para gozar mejor ese momento. Y una vez metido a fondo en el culo del capitán, lo folló con energía, pero recreándose bien en cada clavada. Y el orgasmo fue fantástico para los dos.

Ninguno se pasó mucho con la comida ese día y sus estómagos no estaban atiborrados como para impedirles un poco de ejercicio. Pero, aún así, Froilán no quiso acompañarlos y el conde con su anfitrión y un reducido acompañamiento, decidieron ir a cazar. Realmente era un pretexto para probar el vuelo de un par de halcones que Don Indro regalara al conde y dos cetreros portaban las aves, que con la caperuza puesta y rematada en un adorno de plumas rojas, se aferraban al guante donde permanecían posadas como ignorando el trote del caballo.
Con Nuño, además de Carlotti, cabalgaban el mancebo, Iñigo, que era muy hábil en la caza con rapaces, y Lotario con Carolo, que también estaban acostumbrados a este noble arte de la cetrería.

Se habían alejado de la ciudad y salieron a campo abierto para ver con claridad las evoluciones y el vuelo de los dos pájaros de presa. Y Guzmán, que prefería usar su arco, se entretenía en hacer cabriolas con Siroco, ya que el animal estaba necesitado de libertad y de ejercitar las patas.

En un pequeño altozano se detuvieron y el conde se hizo visera con la mano para divisar el cielo y ojear algún pichón contra el que lanzar al halcón con sus afiladas garras. No parecía que hubiese una pieza en el cielo, pero el aleteo de unas torcaces, elevándose de entre unos matojos, le dio la oportunidad de ponerse su grueso guante de cuero, reforzado en hierro y tachonado con clavos de plata, y requerir que le entregaran uno de los alados cazadores para intentar abatir una de ellas.


El conde tiro de las correas y destapó la cabeza del pájaro, que parpadeó ante la luz de sol, y lo impulsó con decisión para que partiese tras las palomas. Y pronto las alas del halcón dibujaron en el aire círculos de muerte que presagiaban la rápido picado sobre su víctima. Y ahora le tocó el turno a Iñigo, que también hizo alarde de su pericia en estas lides, y su halcón hizo una impecable faena al igual que la otra rapaz. Y así, uno tras otro, fueron enviando a los halcones para que les trajesen una torcaz en cada vuelo.

Indro portaba su ave y se lució con ella para llamar la atención de Lotario. Mas éste sólo tenía ojos para Carolo, que disimulaba su azoramiento y sonrojo al toparse de frente con la mirada ardiente del capitán.

Hicieron un buen acopio de piezas y Carlotti sugirió un descanso bajo la sombra de los árboles de un bosque cercano. Pero el mancebo le pidió permiso al amo para estirar la cuerda del arco y cobrarse algo más que aves. Nuño le permitió hacerlo, pero le advirtió que no se alejase demasiado y que tampoco pretendiese proveerlos de carne a todos los habitantes del palacio de Carlotti. “Un par de piezas y nada más”, le dijo el conde a su esclavo.
Y Guzmán espoleó con los talones a su caballo y dando unos pasos con el animal encabritado, salió como una centella levantando polvo y piedras con los cascos.

No pasara mucho tiempo todavía, pero Nuño ya se preocupaba por la seguridad del mancebo y se puso en pie nervioso, pero sin querer demostrar ni su alteración ni los temores que le traían a la mente el recuerdo de otras peripecias del chaval, más después de ver a unos extraños personajes en la ciudad esa mañana.
Iñigo lo notó y, contagiado por el desasosiego del amo, miró al capitán a ver si a él se le ocurría algo para tranquilizar al conde.
Y Lotario sugirió rastrear los alrededores para buscar al chico. Y con el consentimiento del conde se alejó al trote con Carolo, dado que Iñigo y el propio Nuño lo harían por otro lado.
Indro y los cetreros se quedarían allí, no fuese a regresar Guzmán antes de que alguno de ellos volviesen con él.
Al llegar ante un repecho, Carolo y Lotario desmontaron y siguieron a pie apartando matorrales por si Guzmán estuviese herido entre la maleza. Carolo se paraba tras dar unos pasos para sentir la caricia de Lotario en su espalda o sus posaderas, pero no descuidan con eso la misión de localizar al mancebo. Sólo se besaban furtivamente o se decían palabras procaces y atrevidas, comunicándose el deso mutuo por amarse, mas comenzaban a temer algo nefasto al no dar con el chaval.

Y Nuño, yendo por su lado con el otro esclavo, iba rumiando por lo bajo mil palabrotas e increpaciones que le iba a soltar al puto necio si se le hubiese ocurrido alguna temeridad de las suyas.
Si era así, lo molería a palos. Y además ya le tenía ganas, pues hacía tiempo que no le ponía la mano encima para otra cosa que no fuese follarlo o hacerle caricias demasiado cariñosas.
Y no le quedaba la menor duda de que a este cabrón había que darle estopa más a menudo. Y esta vez se iba a enterar de lo que era meterle caña a mazo. Volvería a Pisa sobre el caballo pero atravesado boca abajo y con el culo tomando el aire.

Iñigo no se atrevía a dirigirle la palabra al amo, porque olía la tormenta, pero carraspeó acercando su caballo a Brisa y el conde le preguntó: “Qué crees que estará haciendo tu amigo?
"Cazando, amo”, respondió el chico.
Y Nuño añadió: “Cazando moscas con el rabo de burro que tiene... Os estoy mimando demasiado y así pasa lo que pasa... Ni se te ocurra decir que no tienes la culpa, porque los dos sois iguales... Veréis como esta noche dormís con el culo caliente los dos y mañana estáis como malvas, dóciles y calmados, y nos vamos de Pisa todos tranquilos... No oyes ese ruido?”
“Sí, amo”, dijo el esclavo muy bajito.
Y los dos detuvieron los caballos y desmontaron sin hacer ningún ruido.

Y al acercarse hacia el lugar de donde provenía el crujido que llamara su atención, vieron al mancebo agazapado y que al volverse para mirarlos les exigió silencio poniendo un dedo delante de sus labios.
El conde, ya muy cerca de él, le susurró: “Pero que coño haces, hijo de satanás! No ganamos para sustos contigo”.
El mancebo volvió a pedir que no hablasen y Nuño insistió, señalando a Iñigo: “Serás puto! Tienes a esta criatura en ascuas y temblando por si te había pasado algo malo y tú sólo pretendes que no digamos nada... Qué hostias haces?”

El mancebo le dijo casi al oído: “Amo, creo que nos han seguido o que por casualidad dimos con unos sicarios de Roma... He oído lo que hablaban entre ellos y vienen a por nosotros...Son siete y esperaban entrar en el palacio de Carlotti esta noche para degollaros a ti y a Froilán. Y a nosotros, se entiende... Deben tener un cómplice dentro del palacio que no sólo les tiene informados, sino que les franqueará la entrada para cumplir su cometido... Me he quedado quieto porque con todos no puedo. Sólo tengo el arco con cuatro flechas y la daga”.

“Sólo faltaba que tú solo te hubieses enfrentado a ellos!”, exclamó el conde. Y le ordenó a Iñigo: “Busca a Lotario y Carolo y luego avisa a Carlotti...No dejaremos que estos malandrines lleguen a Pisa... Se van a enterar de quien es el conde de Alguízar! O el feroz, como me llaman las gentes de mis tierras!”.

Nuño y Guzmán guardaron silencio y espiaban al grupo de conjurados bebiendo y charlando apaciblemente, intercalando cosas banales con detalles relativos a la matanza que se proponían realizar en el palacio de Carlotti.
Indudablemente el encargo era por orden dada en el palacio de Letrán, residencia de la corte papal en Roma. Y el mancebo aprestó el arco en espera de la señal de su amo para disparar sus mortales flechas contra aquellos hombres.
No tardó en regresar Iñigo, seguido de Lotario y Carolo, y también les acompañaban Indro y los cetreros, que de inmediato le dijeron al conde que para tratar de igual a igual a esos tipos, era mejor cegar a tres de ellos lanzándole los halcones a los ojos.
El conde preguntó si dominaban a esas aves hasta ese punto y ellos contestaron que podían dirigirlos contra cualquier cosa u órgano de un animal.
“Si es así, adelante... Dejaros ver y fingiendo que sólo os preocupa la caza distraerlos con alguna pregunta y en cuanto oigáis mi señal soltáis los pájaros contra los tres que parezcan más corpulentos... Del resto nos encargamos nosotros”.

Y tal como lo dijo Nuño así ocurrió. Y las rapaces hicieron su trabajo mientras que ellos se lanzaban al ataque desde los matorrales cogiendo por sorpresa al grupo de asesinos.

De entrada, el que parecía el jefe cayó atravesado por una de las saetas de Guzmán. Y otros tres se debatían con los seres alados, para librarse de sus devastadoras garras que pretendían hacer presa en ellos, empeñadas en quitarles los ojos a picotazos.
Uno de los halcones murió partido en dos por la espada de su acosada víctima y los otros dos hirieron seriamente a la pareja que eligió el otro cetrero e Indro para el ataque aéreo.
Pero aún así fue necesario que Iñigo y Carolo los rematasen a espadazos a los tres. Otros dos cayeron heridos en el corazón por las espadas del conde y Lotario.
Estos lucharon denodadamente con sus adversarios y el aire silbaba en torno a ellos con cada mandoble que largaban contra el enemigo. Sus pies levantaban polvo y removían la tierra, que en poco tiempo se moteaba de gotas pardas para terminar formándose un charco de sangre oscura bajo los cuerpos de los moribundos.
Y el único matarife que quiso huír al ver caer a sus compinches, también fue alcanzado por otra flecha del mancebo que le entró por la espalda. No era necesario interrogarles para saber quien los mandada, pero quizás por vicio o deformación, el conde le sacó a uno de ellos la confesión antes de que expirase.

Nuño montó en su caballo y aspiró una fuerte bocanada de aire en sus pulmones y, tras exhalarla, no dijo más que: “Esto ya está rematado”.

Y les repitió a los otros lo que ya les había dicho al caer el último de los rufianes a sueldo de Roma: “Aquí no ha pasado nada, ni no nos hemos topado con esta escoria... Para todo el mundo, presumiblemente fueron atacados por bandidos para robarles las bolsas... Queda claro? No nos interesa alertar ni llamar la atención sobre este asunto... De acuerdo, Don Indro?”

“Totalmente de acuerdo, señor conde. Y yo respondo por mis sirvientes”, afirmó Carlotti. Y añadió: “Siento la muerte de un ejemplar tan hermoso como ese halcón que os había regalado”.
"Yo también lo siento, pero os aseguro que me basta con uno... Los que tengo en mi castillo también son muy buenos cazando presas menores. De todos modos gracias, amigo mío”, respondió Nuño con una inclinación de cabeza muy cortés.
Y regresaron a la ciudad con bastantes palomas, pero sin un sólo conejo de los que fue a cazar el mancebo.
Y el conde le dijo: “Otra vez será... Ya tendrás ocasión de cazar con tu arco piezas algo más pequeñas y que te las puedas llevar colgadas del cinto... Estas de hoy te iban a pesar demasiado y su carne no creo que fuese sabrosa”. Y le arreó una palmada a las ancas de Siroco para azuzarlo y que emprendiese el galope hacia Pisa.