Autor: Maestro Andreas

Autor: Maestro Andreas
Autor Maestro Andreas

domingo, 29 de enero de 2012

Capítulo LXXII

  El pelaje de los caballos relucía y sus lomos sin montura se estremecían nerviosos por empezar a correr animados por la voz de sus jinetes. Las patas parecían quebrase de puro inquietas y el repiqueteo de las herraduras sobre el empedrado del patio del palacio incitaba a desear que llegase cuanto antes el momento de la verdad. Los corceles árabes daban la impresión de entender la transcendencia de la ocasión y no cesaban de resoplar y alzar y bajar la cabeza como queriendo liberar los nervios y romper el aire antes de lanzarse a la carrera.

El mancebo le hablaba a Siroco y ambos se entendía mirándose también a los ojos. Pero Iñigo no paraba de acariciar el cuello de Cierzo dándole palmadas y pasando la mano por el hocico del caballo. Ostro abanicaba su larga cola mostrando a Fredo la confianza que tenía en él para guiarlo hasta pisar con ventaja la línea de llegada. Eso nobles animales lamían la mano de los chicos y era como si quisiesen decirles que no temiesen porque los llevarían en cabeza hasta coronar el recorrido cruzando la meta los primeros. Un ritual de caricias y tocamientos similar al cortejo previo a un gran polvo entre amantes. Un punto de encuentro entre dos seres para aunar fuerzas y juntar toda su energía en conseguir ser más veloz que el viento.

Curcio los miraba con envidia y hubiese dado todo por participar con su caballo. Y Bora también se portaba como si fuese a estar en la salida. Sin embargo a Fulvio, que acariciaba la testuz de Céfiro, no le importaba tanto no correr como ver la triste mirada de Curcio que no podía ocultar las ganas de arrancar a galope tendido para demostrar su valor y arrojo ante el desafío. Fulvio se acercó a ese crío y por primera vez fuera del lecho le dijo tiernamente: “Mi amor, a mi no me tienes que demostrar nada. Para mí eres el mejor y no quiero verte triste ni ansioso por algo como esto. Y si no cambias de aptitud, no dejaré que veas la carrera y te comeré a besos la boca. El amo lo entenderá y me dará la razón”. Y acariciando el pelo del chico, Fulvio lo besó en los labios como si fuera el primer beso de amor entre los dos. Y Curcio se derritió y su pene, bajo el faldón del precioso jubón que llevaba puesto, mostró lo que era más importante para él en ese momento y siempre. Fulvio conseguía arrastrar su mente a otro mundo en el que no existían más seres que ellos y cualquier mirada de su amante valía por todo lo que dejara en su existencia anterior.

Todos los chicos hubiesen deseado galopar compitiendo con el aire más que con los rivales, pero el conde no creyó oportuno dejar que todos se expusiesen a una carrera peligrosa, donde el resbalón de un animal puede acarrear su muerte y la del jinete, tanto por el golpe como por la posibilidad de ser pisoteados por el resto. Se trataba de una competición loca por alcanzar al que fuese delante o por no dejar que sobrepasasen la cabeza del que se adelantase a todos los demás.

Hacía falta experiencia, habilidad y maestría en la doma y monta del caballo para no arriesgar la vida de un modo descabellado. Y tanto Guzmán, como Iñigo, Fredo y Carolo, a pesar de sus pocos años, tenían la pericia necesaria para vencer sin tantos riesgos. Y tampoco sería justo olvidar que por el lado contrario participaban otros cuatro chavales, con sus estupendos caballos, que además de hermosos jinetes y animales, dominaban la equitación sobradamente como para ser serios competidores de los otros muchachos.

Se dirigieron al lugar establecido para la carrera, en el centro de la urbe, ya que consistiría en dar tres vueltas a la Piazza del Campo en el sentido de las agujas del reloj. Se había corrido la noticia de tal celebración por toda la ciudad y la plaza mostraba el interés despertado en los ciudadanos de esa república dicho espectáculo. Estaba a rebosar de gente de toda condición y clase social. Y para evitar accidentes ocasionados por algún espectador irresponsable y atolondrado, se valló el circuito con tablas, formando una calle amplia entre los bordes de la plaza y el centro, para que el público ocupase los bordes y su centro, donde quedaba un gran espacio que fue ocupado por decenas de personas, tanto adultas como niños. Evidentemente mientras durase la pugna, nadie podría abandonar ese recinto central. Y los pudientes y nobles se instalaron en gradas dispuestas contra las fachadas de los edificios, además de ocupar los balcones y ventanas que daban a la bella Piazza.

El conde y Froilán, fueron invitados por Don Bertuccio a presidir la carrera, junto al obispo y otros notables, en un palco preferente levantado al efecto. Y el resto de los chicos que no participaban en la competición equina, tanto los del anfitrión como los muchachos de los señores extranjeros, miraban todo lo que ocurría desde las galerías que embellecían la fachada de uno de los mejores palacios de la plaza. Y aparecieron en escena los jinetes y sus corceles y dieron una vuelta entera al eventual hipódromo para exhibirse ante la concurrencia y mostrar la hermosura de caballos y jóvenes caballeros. Los chicos de Don Bertuccio lucían los colores y armas de su amo y los del conde llevaban cada uno un blusón de diferente colorido, puesto que todos ellos tenían unos determinados por sus familias de origen. Y el conde quiso que en ese evento fuesen como hombres libres para enseñorear los pendones familiares. Guzmán sólo llevaba un color. El rojo sangre de la pasión que alimentaba su alma por el hombre que amaba. Y sobre el pecho, los eunucos habían cosido la silueta de la cabeza de un lobo. El ante todo era el esclavo del conde feroz.

Ya todo estaba dispuesto y sólo quedaba dar la salida. Casi a todo el mundo se le erizaba el cabello y los pelos del cuerpo se les ponían de punta. Qué nervios!. Qué expectación ante lo que ocurría en esa contienda alocada y excitante. Qué belleza reunida formando fantásticos centauros que brillaban al sol de una mañana templada y preciosa. Colgaduras con más colorido que el arco iris ondeaban de balcones y ventanas engalanando la plaza. Y el júbilo de la plebe, al ver a sus nobles y prohombres de la ciudad, era un clamor de gritos y vítores centrados en los bellísimos jinetes y sus monturas.

Curcio se arrimó mucho a Fulvio, que lo apretó contra su cuerpo abrazándolo por los hombros, e instintivamente el chico puso su mano sobre el pene del otro. Fulvio estaba empalmado sólo de notar el calor de su amado en su cuerpo y Curcio no dejó de estarlo desde que oyó su voz recordándole que era su amor. Tenían ganas de comerse a besos y de entrar uno en el otro para vaciarse y dejar media vida en ese cuerpo adorado, que cada noche abrazaba como si fuesen a quitárselo al amanecer. Pero no tenían tiempo para unirse porque comenzaría la carrera de inmediato. Ni siquiera poniéndose más atrás que el resto porque se darían cuenta y ellos se perderían el espectáculo. Cosa que le interesaba ver como a todo el resto.

Pero la calentura de los dos chicos era enorme y les dolían los huevos a ambos. Sus pollas estaban tan duras y crecidas que apenas las contenía las calzas sin salir al exterior rompiendo el tejido. Curcio apretaba la carne de sus nalgas necesitando la polla de Fulvio. Y éste no quería frotar la verga contra el culo del otro chico porque no podría controlarse para no rasgarle la ropa y penetrarlo allí mismo. Y si no se la rompía para meterle la polla por el culo, se correría a fuerza de contener las ganas de follarlo de inmediato.

Estando felices y contentos por la fiesta, lo estaban pasando mal por la urgencia de sexo que les había entrado a los dos. Y Hassan se dio cuenta y le dijo a Abdul que lo ayudase. El eunuco se fijara que cerca de donde estaban había una puerta cerrada que seguramente sería de otro cuarto que también daba a la Piazza. Y ni corto ni perezoso allí marchó, accionó el pomo y la abrió. Y efectivamente era una salita vacía de gente y no perdió tiempo en mandar al otro castrado para que trajese hasta ella a los dos chavales salidos como burros. Y, de paso, a sus dos guerreros negros para que también les diesen por el culo durante la carrera de caballos. Y, de ese modo, unos y otros gozaron tanto como los jinetes y sus corceles, porque unos montaron a los otros que les sirvieron de yeguas. Y los culos de Curcio y los dos eunucos se llenaron de carne recia para terminar colmados de semen justo al tiempo de finalizar la prueba ecuestre. Pero el relato de ese acontecimiento de velocidad y pericia merece una descripción más detenida, tanto por la emoción del riesgo como la hermosura en la ejecución de ese noble deporte de la equitación.