Autor: Maestro Andreas

Autor: Maestro Andreas
Autor Maestro Andreas

miércoles, 30 de noviembre de 2011

Capítulo LV

El conde colocó a los cuatro chicos sobre el lecho, en posición decúbito prono, y repasó con los dedos las espaldas y las nalgas de todos ellos. Se las separó para verles el ojete, ligeramente lubricado por los eunucos, e introdujo un dedo en cada uno de esos preciosos esfínteres como calando su hondura y tomándoles la temperatura que la lascivia les provocaba en el cuerpo. La calentura de los cuatro, cuyo exponente eran sus pollas duras y rígidas, aumentó la del conde y su verga goteaba por el orificio de la uretra. Eran cuatro criaturas maravillosas y sus pieles y formas invitaban a devorarlas aunque sólo fuese con los ojos.

Y Nuño quería comérselos y no sólo con la vista. “Sería un desperdicio dejar que estas frutas se pasasen de sazón!”, pensó. Les fue separando las piernas y en medio de ellas les vio los huevos, endurecidos y apretados contra la cama, que daban la sensación de ser más jugosos y dulces que las mejores ciruelas de color dorado. No se veían las pollas, pero no era necesario tocarlas ni verlas para saber como estaban de mojadas por sus propias babas. El conde les besó el culo a los cuatro y también les hizo un recorrido con los labios a lo largo de la espalda. Y con todos terminó en el cuello, bajo la nuca, para darles un mordisco hasta hacerlos gemir.

Se acostó sobre cada uno y restregó la verga contra sus nalgas, pero no penetró a ninguno. Quería alargar el momento y saborear el placer con cada gota de sudor que exhalasen sus cuerpos. Los chicos respiraban agitados deseando y esperando ser el primero en gozar con su amo. Pero sólo eran conatos de fornicación que no se traducían en un hecho. A veces casi le entraba a uno de ellos, porque hábilmente levantaba más el culo y abría el ano al notar el glande rozándolo. Y el conde reculaba y dejaba al chico con el gusto en el culo pero sin polla. Ya tenían los vientres manchados y pegajosos de precum y les dolían los cojones de querer y no tener. Mas el conde seguía impertérrito oliéndolos y lamiendo la transpiración de los muchachos.

Era un bello espectáculo ver cinco hombres hermosos ejecutando esa danza ritual previa al apareamiento entre machos. Aunque en este baile sólo uno se movía sobre los otros cuatro. Ellos, los dominados, únicamente eran el ara sobre la que el dominador ejecutaba sus ritos y oficiaba el eterno culto al amor. Y, sin embargo, los cinco respiraban el mismo aire de sensualidad. Se deleitaban más pensando en lo que vendría aún que en lo ya ocurrido. Pero de todas formas les costaba trabajo mantener cerrada la espita del gozo. Y por eso se les escapaban por el pito gotas e hilos de suero viscoso. Los cuatro tenían un perfume particular, tan excitante y personal, que Nuño los diferenciaba con los ojos cerrados.

Y también sabía en que momento estaban maduros para verterse. Aún conociendo a dos desde hacía poco, su olfato e instinto le daban una clara ventaja sobre ellos para calar sus sensaciones y averiguar los sentimientos que provocaba en sus almas. Todos eran muy jóvenes todavía, pero el conde tenía más experiencia y domaba con igual maestría a un potro que a un muchacho. Al fin de cuentas a los dos los montaba y les espoleaba en los ijares para que respondiesen a sus mandatos. Y era de la clase de hombres que nacen para mandar y ser obedecidos por otros más débiles e inferiores a él en carácter y fortaleza sexual. “Ser el garañón de la manada precisa esfuerzo y si no da la talla sólo le queda poner el culo a otro macho más potente. Porque un semental no puede permitirse fallar”, le decía siempre uno de sus preceptores, aunque se refería a caballos más que a jóvenes con los testículos cargados de testosterona.

Pero el conde deseaba regodearse más con sus esclavos y de pronto le dijo a Iñigo: “Monta sobre Curcio y alimenta su vientre”. El chaval dudó haber oído bien a su amo, pero éste le gritó: “Prefieres que te azote hasta que te corras como un perro?”. E Iñigo subió a lomos del otro crío y se la metió por el culo. Curcio, quizás por miedo al látigo o porque ya le corroía el vicio, ni rechistó y levantó el culo para incitar al otro a cabalgarlo. Iñigo se movió rítmicamente cada vez más rápido, tomándole gusto a la follada, y mientras notaba como el otro seguía izando el culo para tenerlo más adentro, se vació jadeando sobre la nuca del chaval. Y el amo dijo: “Baja y que se suba Guzmán... Ahora te toca a ti revitalizarlo con tu savia”. “Amo, yo no...”, quiso decir el mancebo. “No me obligues a mazarte por no obedecer en el mismo instante que lo digo”, le amenazó el conde. Y Guzmán montó a Curcio también y entró con su polla en el culo encharcado del chico. Le dio fuerte. Sin consideración, porque el muchacho gemía, temblando de pies a cabeza, y casi sin oírlo le pedía que le entrase más a fondo. “Y ahora vuelve a ser tu turno para preñar a esta perrita... Cúbrela, Fulvio, y que rebose tu leche por su ano”. Y éste no se hizo rogar y le endiñó otro polvazo al joven aristócrata que le dejó el recto a tope. Al moverse dentro del culo de Curcio, la polla de Fulvio hacía el típico ruido del chapoteo que hace un niño jugando en un charco.

Estaban a rebosar las tripas del chaval y el conde consideró que ahora sí era su turno, diciendo: “Mezclamos la esencia de nosotros mismos en este hermoso crisol que el destino quiso poner en mis manos y cuyos ojos destellan con los verdes reflejos de dos piedras preciosas. Mis esclavos han llenado ya el vientre plano de este muchacho al que ahora le concedo recibir mi propio semen para generar en él una nueva vida”. Y sujetó a Curcio por las caderas y lo puso a cuatro patas para fecundarlo como el gran semental de la yeguada. Hizo rezumar su recto al ocuparlo con su verga y golpeó las nalgas con sus fuertes muslos, obligando a la cabeza del chico a balancearse con cada empujón, como si el cuello no tuviese suficiente consistencia para sujetársela al tronco.

Las manos de Nuño se deslizaron hacia el vientre de Curcio y apretó para pegarlo más a él y clavarlo hasta donde los otros no habían llegado con sus penes ni con su esperma. Y le dijo escupiendo semen por la verga: “Ahora si estás preñado y mi chorro de leche te llegará al estómago. Ya eres otra de mis zorras y no te faltará un rabo que adorne tu bonito trasero a partir de ahora”. Curcio, más que gemir resoplaba al liberar la presión de sus huevos y dejar salir su fresca leche de cachorro. Pero el amo la recogió en su mano derecha y, sin sacar su miembro del culo del chaval, ordenó a los otros tres muchachos que la lamiesen despacio y paladeasen el fruto de esa criatura que les ofrecía. Y los tres besaron la mano del amo llevándose en la lengua su parte de semen del más joven, que su dueño lo convertía en la copa donde cada uno de ellos vertería parte de su energía vital cuando el amo lo ordenase. Ese iba a ser el destino de Curcio al lado del conde. El receptáculo de las esencias de la misma vida compartida con él y los otros tres mozos, que alegraban sus días y le daban fuerzas para enfrentarse a los retos que le planteaba su propio poder.

Y acostándose junto a ellos, Nuño les dijo que descansasen y recuperasen las fuerzas porque tenía que fecundarlos a todos. Y el siguiente sería el mancebo y luego Iñigo. Y esta vez dejaba para el final a Fulvio. Al recién llegado no lo follarían más esa noche, pero mamaría la leche de los otros chicos cuando el conde les diese por el culo a ellos. Y todos quedaron cubiertos y con los cojones vacíos. Pero antes de dormirse, todos en el mismo lecho y muy pegados unos a otros, Nuño le dijo a Guzmán y a Fulvio que se pusiesen a cada uno de sus flancos. Ellos obedecieron y se fueron quedando en silencio los cinco.

Curcio se durmió enseguida, como un bendito, y no soltó de la mano el pene de Iñigo, que le tapaba a él el ojo del culo con su mano. Y el mancebo también cerró los ojos después de que el amo lo besase largamente y le dijese en voz muy baja que lo amaba más que a ninguno. Pero el que no cogía el sueño era Fulvio y, de espaldas al conde, movía el trasero para rozarle la polla y notarla entre las nalgas. Nuño acercó la boca a su oído y le preguntó: “No tienes sueño?”. “No, amo”, respondió el chaval. “Qué te pasa?... No estás a gusto?”, insistió el conde. “Sí lo estoy, amo. Quizás demasiado bien y no quiero cerrar los ojos y abrirlos para ver que sólo era un sueño. Y por eso quiero sentir a mi amo en mi piel”, alegó Fulvio. “El conde lo apretó y le dijo: “No es sueño, sino realidad. Y para que te convenzas de ello, siente a tu amo no sólo en la piel”. Y sin que casi se diese cuenta el muchacho ya estaba otra vez empalado por el conde, que le decía: “Ves que bien entra cuando los músculos están relajados?. Estoy en ti tocándote el fondo de tu tripa y más que sentirte clavado crees que vuelas conmigo. Y así debe ser lo que siente un esclavo al ser poseído por su amo. Quiero que te duermas con ese trozo de mi carne dentro de tu cuerpo”. Y por fin se durmió el muchacho arropado por su amo y al calor de los cuerpos de sus compañeros.