Autor: Maestro Andreas

Autor: Maestro Andreas
Autor Maestro Andreas

jueves, 13 de octubre de 2011

Capítulo XXXVI

Por fin ponían el pie en el suelo del puerto de Nápoles y Nuño tampoco había desperdiciado el tiempo durante el trayecto desde el islote de Megaride. Entre los nobles napolitanos encontró buenos interlocutores para tratar el asunto principal del viaje y no dedicar sus fuerzas a ligar con un muchacho guapo y previsiblemente cachondo en la cama, como había hecho Froilán. Don Cosimo de Pontolequio le habló muy claramente de cuales eran las prioridades de Nápoles, incluso en contra de los intereses de Sicilia, y le aseguró la fidelidad a la causa de su rey de la mayor parte de los principales notables de ese reino. Promesa que ratificaron otros dos de los que iban con ellos en el barco, que, además de ricos, poseían grandes extensiones de terreno en la Campania. Sus nombres eran Don Vitorio degli Acro, un hombre ya entrado en años, y Asdrubale di Ponto. También ya maduro y con abundantes canas en el cabello, pero todavía ágil y con un cuerpo fibroso y un carácter notoriamente enérgico.

Recorrieron callejas sucias y ruidosas, yendo los señores y los pajes montados en sus caballos y el resto a pie y cargando los bultos. Y al doblar una esquina apareció ante ellos la portada blasonada de un palacio urbano, sin que tras ella pareciese que hubiese algún patio o jardín. Nada más traspasar el umbral, entraron en un zaguán de piedra en cuyo frente descendían dos tramos anchos de una escalera con amplios peldaños de mármol, que se unían en el centro a la altura del primer piso, dejando entre ellos un arco de entrada a un patio de caballos con anchura suficiente para un carro. Sin duda era una mansión lujosa y señorial que no daba la impresión de su grandeza desde el exterior.

El padre de Girgio, Don Piero, bajaba a recibirlos y al conde le extrañó que no le acompañase su esposa. No se había mencionado si era viudo. Y, aunque así fuese, por su edad tendría otra mujer, como era normal entonces. En cualquier caso no quiso ser indiscreto y dejó que las cosas transcurriesen por sus cauces, sin precipitarlas ni adelantar conclusiones. Tras los saludos, el propio Giorgio los acompañó a las habitaciones que les habían reservado. Y el primer contratiempo surgió de inmediato. A los dos señores se les había alojado en dos amplios dormitorios para ellos solos, mientras que a sus pajes se los metía a todos juntos en un habitáculo de la planta baja, cerca de la cocina. Y el problema era mayor puesto que Don Piero no había contado con los esclavos moros ni con los ocho negros. Girgio estaba azorado y no sabía como resolver la situación. Porque el resto del espacio que pudiera quedar libre, lo ocuparían los chavales sicilianos, ya que allí no tenían casa donde meterse. Y eran tres más para acomodar en el palacio.

Y Froilán, siempre al quite de los apuros de un buen mozo, se le ocurrió una idea. Y la expuso: “Digo yo, que ante esta situación y teniendo en cuenta que el alojamiento no llega para todos, propongo que nos apretemos un poco y hagamos sitio de alguna forma... Y para ello, viendo lo grandes y espaciosos que son los dos aposentos que se nos ofrecen al señor conde y a mí, que podrían caber tres sin estar apretados ni revueltos, sería mejor que mi amigo Don Nuño lo comparta con sus dos pajes, que así lo atenderán y servirán en todo. Y yo me sacrificaré a tener conmigo al mío y a uno de los jóvenes sicilianos. Por ejemplo a Aldo. Y donde iban a dormir los pajes, lo harán los dos eunucos con dos de los guerreros negros. Que podrían ser Ali y Jafir, ya que son los de menos edad. Y los otros seis guardias, se quedarán cerca de los establos y se turnaran para vigilar la casa y los caballos. Y ahora sólo falta hacerles un hueco a dos chicos. Y no creo que sea un problema que se queden contigo, Giorgio, aunque duerman en el suelo. Tú que opinas, Nuño?”. “Creo que tu distribución es perfecta, Froilán. Como siempre sabes buscar la mejor solución para todos·, afirmó el conde. Y a Giorgio y su padre no le quedaron más cojones que aceptarla y darle las gracias a Froilán por su colaboración. Y el único que echaba humo por la orejas era Ruper.

Después de una cena ligera, es decir solamente compuesta por tres platos y postres, todos se retiraron a sus respectivos aposentos. Y Nuño, al darle las buenas noches a Froilán le dio una palmada en el hombro, diciéndole: “Desde mañana tienes otro paje. Porque ese culo no sale entero de esa habitación, si es que todavía es virgen”. “Crees que lo será?”, añadió Froilán. “Y que más te da!. Te gusta y eso es suficiente si él no pone reparos. Si pone el culo, dale fuerte una vez que se la hayas clavado entera. Y si se queja mucho zúrrale y tendrás otro esclavo en dos días”, dijo el conde. “Me gusta y será mío. Ya le toqué el culo y la polla y no sólo se dejó sino que estaba empalmado”, alegó Froilán. “Y cuando fue eso?”, pregunto Nuño. “En el barco. Mientras tu hablabas con los nobles canosos, yo confraternizaba y ganaba adeptos para la causa entre los más jóvenes. Y ya cayó uno, por lo menos”, se jactó el muy puto de Froilán.

Quizás esa noche podía ser muy larga para algunos, pero para Nuño y sus dos esclavos no sería una más, porque para ellos cada noche era única e irrepetible. Nuño tenía ganas de sentir el latido de los dos chavales y ver sus caras aguardando su deseo. Pero ese latido que necesitaba también era oírlos y saber sus impresiones por todo lo que estaban viviendo. Casi no necesitaba que Guzmán le hablase para saber cual era su pensamiento, pero con Iñigo era diferente. Hacía menos tiempo que lo conocía y puede que su carácter fuese más reservado que el del mancebo. O también que tuviese menos confianza con él que el otro chico. El caso es que quiso prestarle más atención al joven muchacho y empezó por sentarlo en sus rodillas como si aún fuese un niño al que hay que contarle un cuento antes de dormir.

Y el conde le dijo a Iñigo: “Te he observado varias veces esta tarde y me pareció que hay algo que te preocupa. Incluso ahora te noto algo tenso. Qué piensas?”. Iñigo miró a su amo con cara de duda y le preguntó:”Sobre qué?”. “Sobre todo”, dijo el amo. El chico bajó la mirada y respondió: “Pienso en ti y en Guzmán. Y también en todos los peligros que nos esperan aún”. “Tienes miedo?”, le preguntó el conde. “El peligro me asusta, pero no quiero tener miedo. Y creo que tengo suerte de servirte y poder convivir contigo y con Guzmán. Os amo a los dos. Y si te refieres a todo lo que ha sucedido hoy, diré que no me sentí cómodo a veces... Creo que alguno de los señores que estaban en el castillo me miró de un modo obsceno. Y sentí que te ofendían a ti con ello”. “También mirarían a Guzmán y a Ruper”, alegó Nuño. “No de la misma forma”, aseguró el chico. “Tú te has dado cuenta de eso, Guzmán?”, preguntó Nuño. “Sí, amo. Iñigo tiene razón. Su pelo y sus ojos y el color de su piel le atraen a esta gente. Y además es demasiado guapo. Y eso empeora las cosas”, contestó el mancebo. “No pretenderás que lo meta en un saco!”, exclamó el conde. “No, amo. Nos privaría a nosotros del placer de verlo durante el día”, dijo Guzmán riendo. “No te burles, Guzmán”, protestó Iñigo. “No me burlo porque sé muy bien lo que es eso y como queman algunas miradas”, dijo Guzmán sin risas.

“Creí que vosotros no os habíais dado cuenta... Tanto Don Lorenzo il Alpiano como Giovanni di Julia se quedaron ensimismados viéndote esos cabellos que parecían de oro al darles el sol. Pero aún sin mirarte hubo otro que me dio mala espina. Y fue el alcaide del castillo· “Sí que lo miraba, amo. Y aunque disimulaba a mí no se me escapan esas miradas”, afirmó Guzmán. “Ese Don Angelo no es trigo limpio”, sentenció el conde. “Bueno. Pero ese no resulta peligroso porque ya no estamos en esa fortaleza”, dijo Iñigo. “Eso no es óbice para no andar con cuidado”, dijo el conde tajantemente. “Amo. Y que opinas de don Asdrubale?”, preguntó Guzmán. “También te parece sospechoso?”, preguntó a su vez el conde. “Vi en el algo raro. Un aire severo que no era resultado de su carácter autoritario, sino de otra cosa”. “De ser dominante y perverso como todo amo que usa esclavos para satisfacer su sexo y sus deseos?”, insinuó Nuño. “Sí, amo. Tú también te diste cuenta”, aseveró el mancebo. “Creéis que ese hombre también tiene esclavos para follarlos?”, exclamó Iñigo. “Digamos que para usarlos y que le den el placer que él quiera”, añadió Nuño. “Y vive en una antigua villa romana, según me dijo Giorgio”, apuntilló Guzmán. “Donde”, preguntó el conde. “En Portici. Entre Napoli y Ercolano, como ellos les llaman”, añadió Guzmán. “Vaya con Don Asdrubale de Ponto!. Qué bien se lo debe montar”, exclamó Nuño. Y añadió: “En cuanto se lo cuente a Froilán ya se estará imaginando docenas de ninfos desnudos correteando por los jardines y las fuentes y estanques de la villa romana. Una verdadera bacanal!. Seguro que nos invita. Pero yo no comparto a mis esclavos con nadie. Así que os dejaré en casa ese día. Y será mejor que Ruper se quede también”. “Espero que no llegue nunca esa invitación, mi señor”, dijo Guzmán, saliéndole la frase del alma.

Y Nuño lo agarró por las orejas y lo puso de rodillas ante él. Y no tuvo que recriminarle o zurrarle para que le pidiese perdón. Pero el conde no tenía ganas de castigar a sus esclavos esa noche, sino de usarlos. Y la única pena que le impuso al mancebo fue esperar a que follase primero a Iñigo, haciéndole mimos y caricias. Y más tarde lo montó a él azotándole el culo con las manos y llamándole perra celosa.