Autor: Maestro Andreas

Autor: Maestro Andreas
Autor Maestro Andreas

lunes, 3 de octubre de 2011

Capítulo XXXII

El día de la partida, muy temprano, los criados y siervos de Froilán cargaron en la nave las pertenencias que llevarían su amo y el conde, así como todos sus compañeros de viaje. La tripulación estaba ya a bordo, dispuesta para zarpar en cuanto embarcasen los ilustres pasajeros. Por supuesto, no renunciaban a llevar con ellos sus valiosos caballos. Pero como no era posible llevarse todos, en la embarcación se había preparado un lugar adecuado en la bodega para transportar los tres equinos árabes del conde y los dos ejemplares, también de raza, que montaban Don Froilán y su paje. Al resto del grupo se les proporcionarían otras monturas al desembarcar en Nápoles, para facilitar los desplazamientos en esas tierras.

Los animales también estaban dentro de la bodega al cargo de cuatro imesebelen, y sólo faltaba que apareciesen el conde y Don Froilán con sus pajes y el resto de los esclavos. El capitán del buque aguardaba sobre cubierta su llegada e izó las armas de Cataluña en lo alto del palo mayor. La larga banderola roja y amarilla tremolaba sobre el navío, queriendo competir en piruetas con las gaviotas que oteaban desde el cielo cualquier cosa que saciase su voracidad. El viento era propicio para zarpar y todos a bordo ultimaban las faenas con el aparejo y se mantenían expectantes y alerta a las órdenes del contramaestre. Incluso el timonel se aferraba a la rueda con ganas ya de girarla y hacer que el barco virase rumbo a alta mar.

Y el jovencísimo grumete llegó corriendo por el muelle, saltando a bordo de un brinco para avisarle a su capitán que unos nobles señores, acompañados por los miembros y consejeros del Consell de Cent, ya se aproximaban desde la llotja del mar. Y escoltados por los prohombres, todos ellos miembros de lo mà major (la mano mayor), se vio venir al noble conde y su amigo Don Froilán, protegidos por cuatro guerreros negros y seguidos de cerca por tres pajes y dos esclavos moros. Los navegantes podían arbolar los mástiles desplegando las velas y hacerse a la mar.

La tarde anterior fueran recibidos por el rey y les deseó tanta suerte como les recomendó prudencia y cautela en cada paso que diesen. Nuño ya sabía los motivos y las causas que podrían hacer fracasar la embajada. Así que insinuó al monarca que no dejase de mano sus buenos oficios cerca del regente de Nápoles. Y Don Jaime dijo: “No te preocupes, amigo mío. Todo está atado en ese aspecto. Pero nunca podemos estar seguros de nada. La política es cambiante y los gobernantes se tornan ladinos si les aprieta la bota. Pero eso ya lo sabes y no tengo que recordártelo. Id con Dios y que la fortuna os acompañe hasta vuestro regreso. Que por cierto, quiero veros a todos cuando arribéis de nuevo a mis reinos”. Se despidieron del soberano de Aragón y conde de Barcelona, y le agradecieron una vez más su hospitalidad y la amistad que les demostró en todo momento.

Ahora les esperaba otra etapa en su periplo. Pero antes de tocar tierra firme, había que surcar el mar y adentrarse en el temible golfo de León, donde los recibiría el furioso zumbido del Mistral. El frío y borrascoso viento catabático de esa zona del Mediterráneo. Y ninguno de ellos era un lobo de mar, precisamente, ni antes se habían embarcado en otra embarcación que no fuese una chalupa para cruzar el cauce remansado de un río. Y ni siquiera todos. Y para colmo de males, Ruper ni siquiera sabía nadar y estaba cagado de miedo. Con lo cual no las tenían todas consigo al pisar la cubierta del barco. Quizás sus amos tendrían que darles buenas y largas dosis de polla para tranquilizarle los nervios a los chicos. Y nada más empezar la marejada y a balancearse el casco del velero, Ruper comenzó a vomitar por la borda cuanto metía al estómago. El viaje se presentaba movido y poco divertido para unos intrépidos marineros de agua dulce. Y la tripulación los miraba por el rabillo del ojo apostando cual de ellos se caería antes al agua por un golpe de mar al andar por cubierta, o debido al mareo, cayendo redondo sobre cualquier fardo o entre las amarras.

Lo que no faltaban eran miradas deseosas y lascivas sobre las graciosos cuerpos de los tres pajes y los dos eunucos, sobre todo. Y eso sí era peligroso. En un reducto tan escaso, los ánimos podrían soliviantarse al olor de carne tan fresca. Ya que los pasajeros pronto barruntaron que el grumete sólo le calentaba el catre al capitán y no ocupaba una litera con el resto de tripulantes. Y eso les ponía aún peor el panorama estando a bordo cinco monadas, tres de las cuales apenas tenían barba y las otras dos tenían el cutis más lampiño que una moza adolescente. Menuda tentación para marineros esforzados y curtidos por la sal y el viento!. Sin duda sus carnes les parecían mejores que las de cualquier puta de una taberna del puerto. La cuestión era que no había que discurrir mucho para darse cuenta que los tres guapos jovencitos eran para los dos nobles señores. Y éstos manejarían muy bien la espada y el puñal, seguramente. Porque para eso eran caballeros. Lo que ya no adivinaban al primer golpe de vista, es que para tocar a los eunucos tenían que pasar por encima del cadáver de al menos dos guerreros negros, que no los dejaban ni a sol ni a sombra. Y esos eran como montañas que podían hacerlos pedazos tan sólo con las manos.

En el primer día de navegación no se marearon todos, pero Iñigo y Ruper lo pasaron fatal. Parecía que nada les caía bien en la barriga y devolvieron cuanto les dieron a comer y beber. Lo único que les serenaba algo el cuerpo era la polla del amo. Y en el caso de Iñigo le daban leche por ambos lados. Ya que si el conde le daba por el culo, el mancebo lo amamantaba. Y si el enculado era Guzmán, Iñigo le chupaba la polla para ordeñársela. El caso era tener alimentada a la criatura y que recuperase las vitaminas que le salín por la boca al arrojar el alimento sólido que a duras penas tragaba.

Y durante la noche empezó el baile. El mar era negro y se veían crestas que relucían como relámpagos de plata, con un movimiento incesante de ascenso y descenso, o saltando sobre ellos con fuertes rugidos que amortiguaban hasta el furioso y violento soplido del viento. Las olas eran altísimas y desiguales. Y la nave cabeceaba sumergiendo la proa en esa encrespada e inquietante masa de agua, que la castigaba al mismo tiempo golpeando su casco por estribor, sin parar de alzar o engullir en sus olas la popa del barco, que se meneaba impotente como una ínfima cáscara en medio de un húmedo infierno frío y salobre. Los marineros arriaban trapo y aseguraban jarcias y amarraban maromas y estachas, jalando cabos también, sin perder de vista el trinquete y la resistencia de los palos para aguantar las sacudidas de aire en las velas cuadradas. Pero todo parecía inútil y abandonados a su suerte en la brutal inmensidad de un mar que les escupía su turbulenta rabia sin piedad y amenazaba tragárselos y hundirlos en un oscuro abismo. Y el conde empezó a temer que el bautizo de agua iba a ser por inmersión con pocas probabilidades de ganar de nuevo la superficie.

Iñigo se abrazó al amo, sin ocultar su miedo. Y Ruper estaba descompuesto de pánico y le apretaba con tal fuerza la mano a su amo, que ya la tenía blanquecina por falta de riego. Nuño miraba al mancebo, sentado en un rincón y mordiéndose el labio inferior, aparentando una serenidad que ni su amo tenía. Y le dijo: “Saldremos de esta. No temas”. El mancebo sonrió y respondió: “Donde esté la suerte de mi amo estará la mía también. Y no temo otra cosa que no sea no lograr seguir a mi señor donde él vaya”. El conde tragó saliva y le dijo: “Acércate más, que quiero tenerte pegado a mí y a Iñigo. Quiere disimular, pero está temblando. Aunque seguramente es de frío. Porque es un valiente y no teme a nada. Ayúdame a darle calor. Así en medio de los dos estará más protegido de este tiempo tan inclemente”.

Iñigo no pudo ni sonreír, pero agradeció entonar su cuerpo con el de sus dos amantes. Y hasta Ruper recuperó la compostura con los besos que le daba su amo en la boca. Guzmán acariciaba la cabeza de Iñigo, adormeciéndose con las que Nuño le hacía en la suya. Y los impasibles imesebelen miraban al cielo como si todo fuese parte de un espectáculo sorprendente, pero profundamente alucinante y maravilloso. Sólo dos de ellos sentían preocupación por los dos indefensos eunucos y los acurrucaron en sus brazos. Eran los dos más jóvenes. Jafir y Alí, que amparaban con un tierno abrazo a Abdul y Hassan, respectivamente. Ya solamente los caballos estaban demasiado inquietos. Pues, aún ignorando el motivo concreto, presentían el peligro mucho antes que los humanos. Y lo cierto es que también los avezados marineros y su capitán tenían miedo y un sagrado respeto a la ira del mar al aliarse con el temible Mistral.

Ninguno podría asegurar si durmieron o solamente soñaron una pesadilla con masas de agua que se precipitaban sobre ellos, rompiendo con fuerza en espuma blanca que salpicaba sus sobrecogidas almas. Pero, pasado lo peor en esa caldera de agua agitada, el día les trajo calma y una mar sosegada que invitaba a cantar y reír sin motivo. Y ponerse al sol para tomar los débiles rayos que se filtraban entre las nubes. Y falta les hacía a todos subir a cubierta y colorear las mejillas que mostraban una tez bastante pálida. El timonel ponía proa al mar de Cerdeña para llegar al Tirreno, pasando el estrecho de Bonifacio. Pero antes consideró mejor fondear al abrigo de la costa en la isla sur de dicho estrecho. Y el capitán eligió como más seguro un pequeño pueblo, llamado Porto Torres, no lejano a Sassari, situado al norte de la isla de Cerdeña. Y allí se proveerían de alimentos frescos y agua potable para continuar su viaje hasta el puerto de Nápoles. Ahora lo primordial era descansar de tantas emociones y espantos y armarse de fuerza y valor para seguir la travesía marítima.