Autor: Maestro Andreas

Autor: Maestro Andreas
Autor Maestro Andreas

miércoles, 21 de septiembre de 2011

Capítulo XXVII

Esa noche, la corte de la Corona de Aragón acogía al Conde y a su amigo Don Froilán, cargada de lujo y resplandeciente entre oropeles y orgullosa grandeza. Se anunció la llegada del rey y todos se volvieron hacia el fondo del salón por donde ya hacía su entrada Don Jaime I. Le precedían dos maceros engalanados con las armas de Aragón y Cataluña. Y al paso de los heraldos sonaron las trompas y clarines reclamando la atención de los presentes. De la mano de Don Jaime venía Doña Teresa, tan bella y elegante que su dignidad no desmerecía la de una reina. Y el monarca con su mujer ascendió el escalón del estrado donde estaba ubicada la gran mesa que presidiría el convite. El chambelán organizó pronto el escenario y fue indicando a cada persona el lugar que debían ocupar en torno a la mesa del rey. El conde y Froilán fueron invitados a sentarse a ambos lados de la egregia pareja. Y no demasiado lejos de ellos, en otra mesa abajo de la tarima principal, tuvieron acomodo los tres muchachos con otros pajes que también acompañaban a sus señores.

Iñigo y Guzmán estaban juntos y Ruper frente a ellos. Y al lado de de éste compartían la mesa dos jóvenes morenos, también muy guapos y atractivos, que servían a dos prohombres del reino de Aragón. Y flanqueando a los dos pajes del conde, otros dos donceles, uno pelirrojo y el otro de pelo castaño, se mostraban muy simpáticos con ellos. Los dos eran hermosos y vestían con gran lujo. Lo que demostraba que sus amos era altos dignatarios del reino. Y por su acento posiblemente del principado de Cataluña. Y no muy separados de ellos, otros dos muchachos llamaron la atención de Guzmán. Se reían y gastaban bromas a quienes estaban a su lado. Y ambos lucían ricos atuendos, más apropiados para dos príncipes que para simples pajes. Y el pelirrojo le cuchicheó al oído: “Son Don Jaime y Don Pedro, los hijos del rey y Doña Teresa. Nacieron ilegítimos, pero se les considera como si fuesen infantes. Se llevan dos años nada más. Y el menor no tiene más que dieciséis años... Como veis son tan apuestos como bella es su madre”. “Pero no se sientan con los hijos legítimos del rey. Porque los infantes son aquellos otros dos que ocupan la mesa con su padre”, alegó el mancebo.

Y el chico del cabello rojo afirmó: “Sí. El hombre ya maduro es Don Alfonso de Aragón y Castilla, primogénito del rey y de su primera esposa Doña Leonor. Y consecuentemente es el príncipe heredero. Y el otro, que todavía es un adolescente, tiene la misma edad e idéntico nombre que su hermanastro. También se llama Don Pedro, pero éste es el mayor de los hijos de la difunta reina Doña Violante. Ya ves. Se sientan en el mismo lado los dos pretendientes a las coronas de su padre. Y son tan hermanastros entre ellos como respecto a estos otros. Pero la diferencia está en que doña Teresa no es reina y las anteriores esposas si lo fueron. Así es la vida, amigo mío!”.

Iñigo escuchaba atento lo que decía el vecino de Guzmán y también quiso intervenir en la confidencia, preguntándole: “Y se llevan bien entre todos?”. El informador se rió y respondió: “Todo lo bien que cabe esperar de quien lo espera todo y quienes han de conformarse con lo que sobre, si les queda algo para ellos. Cuando hay un gran pastel delante de los ojos, no es fácil no ser goloso y glotón para no quererlo entero”. “Eso es cierto”, dijo Guzmán. Y el mayor de los bastardos del rey le preguntó al rubio paje del conde: “Cómo os llamáis?”. “Iñigo”, contestó el chico. “Te gustaría que luego te mostrase los mejores caballos que has visto en tu vida?”. Guzmán se mosqueó, pero no abrió la boca. Y el otro paje de Nuño respondió: “Mi señor, el conde de Alguízar, entiende mucho de caballos y en sus cuadras posee espléndidos ejemplares de raza árabe. Y pocos jinetes le superan domando y montando a esos nobles animales. A mí me ha enseñado muy bien como se debe montar a un potro para que no se resabie”. “Yo también podría enseñarte como se monta y se domina a un bello animal”, dijo el vástago mayor de Doña Teresa, Don Jaime, provocando al chaval con la mirada y un gesto lascivo en los labios.

Guzmán le arreó un codazo a Iñigo y le susurró que no entrase al trapo y dejase correr las insinuaciones del vanidoso joven. Pero el que intervino ahora apoyando a su hermano fue el más pequeño. Y Don Pedro dijo: “Podemos ir todos y ver como mi hermano te demuestra lo buen jinete que es. Me está enseñando a montar tan bien como lo hace él”. Y entonces Guzmán creyó que debía acabar con aquello y sin más contemplaciones dijo: “El y yo somos propiedad de nuestro amo. Y sólo él nos usa y nos enseña como ha de complacerle un buen siervo. En cuanto termine esta cena, nuestro señor nos dirá que debemos hacer y adonde le acompañaremos. Por tanto, si tanto interés tienes en que Iñigo te acompañe y comparta algo contigo, tendrás que pedírselo a Don Nuño. Y él hará lo que crea más oportuno. Más si se trata de montar un hermoso ejemplar. Te aseguró que si ves como lo hace mi señor no entenderías como tardaste tanto en gozar de ese placer. La destreza de mi amo al cabalgar sobre el lomo de un joven animal es todo un arte. Y te aseguro que merece la pena apreciar y admirar sus maneras”.

Un silencio pesó en el aire y todas la miradas se centraron en el mancebo. Acababa de desafiar al hijo más mimado por el rey. Al infante en la sombra que todos temían ofender o caer un su desgracia. El chico se daba más pavo y se gastaba más humos que los verdaderos príncipes del reino. Pero a Guzmán eso le importaba un bledo. Y no porque él fuese un auténtico príncipe en dos mundos, sino por ser el esclavo del hombre más valeroso y noble de toda la tierra. Y por supuesto nadie en sus narices le faltaba al respeto a su amo ni osaba tocar ninguna de sus pertenencias. Y menos a Iñigo o a él. Porque antes de que le rozasen un solo cabello dorado a su querido compañero, su puñal sabría dar cuenta del atrevido. Y si ese veloz acero se topaba con un pene fuera de sitio, lo sajaría sin el menor titubeo. Así que lo mejor para el impertinente Jaime era que se guardarse bien la minga dentro de las calzas si no quería ser un castrado absoluto para el resto de su vida.

Y si tan valiente era y no iba solamente de chulo, que intentase algo con Iñigo junto a los caballos de su padre. Y lo menos que le podría pasar es que fuese alguno de esos preciosos cuadrúpedos quien lo montase a él. Y a ver si su culo resistía una verga tan grande como lo había hecho tan valientemente Abdul. Además les habían escoltado hasta el palacio real cuatro imesebelen, Y con esos muchachos era mejor no andar con bromas. Los culitos de los dos hijos ilegítimos de Don Jaime podían quedar partidos en dos trozos por las negras pollas de esos guerreros. Pero lo mejor eran templar gaitas y evitar líos para no echar por tierra la misión encomendada al conde y a Don Froilán.

Y el otro paje de cabellos castaños le dijo a Guzmán: “Eres muy valiente, pero no te conviene provocar a esos dos. Ellos creen que a todos los pajes nos usan nuestros amos para aliviar sus cojones cuando no tienen a mano un coño de mujer. Y por eso la ha tomado con tu amigo al verlo tan apuesto y con una cara tan bonita que envidiarían su belleza muchas jóvenes de esta corte. Pero no les hagáis caso y sigamos comiendo en paz. En cierto modo muchos de los cortesanos más jóvenes nos envidian esa posibilidad de acostarnos con hombres tan notables y fuertes como suelen ser nuestros amos. Ya sabes que cuando uno es adolescente nos atrae la idea de gozar con un hombre ya hecho. De servirle como una hembra y sentir la fuerza de su sexo dentro de la barriga o en la boca”. “A ti te ha pasado eso que dices?”, preguntó Guzmán.

Y el chaval le contestó: “Me ha pasado en cuanto me aceptó como paje mi amo. Y me sigue pasando cada vez que me ordena que me acueste en su cama. El me desnuda y me besa por todo el cuerpo. Y es mucho más cariñoso conmigo que con su esposa. Ella me odia, pero a mi me da igual. Amo a mi señor y cuando me preña el vientre con su semen me vuelvo loco de placer. Vuestro amo también os usa?”. “Sí”, afirmó Guzmán. “A ti o a él?”, insistió el otro paje. “A los dos. Los dos somos sus yeguas o sus perras o sus putas, según desee montarnos , cubrirnos o follarnos”, le respondió con firmeza el mancebo. “Hostias!. Cómo debe gozar con vuestros cuerpos!. Y menuda potencia ha de tener para satisfaceros a ambos!”, exclamó el chico. Y Guzmán le aclaró: “Sí goza con nosotros dos. Y debe ser uno de los machos más activos y con mayor fuerza en la polla que pueda existir. Nos da por el culo a los dos casi sin descanso entre polvo y polvo. Y no tiene que molestarse en satisfacernos, porque nuestro gozo es su placer. Pero te aseguro que con semejante verga y su maestría al usarla, sería imposible que no nos corriésemos antes que el acabe dentro de nuestras tripas o garganta. Renunciar a todo lo que de bueno haya en el mundo no es nada comparado con la dicha de ser suyo. Iñigo y yo lo adoramos como a nuestro dios”

Iñigo, sonriente, aseveraba con la cabeza las palabras de Guzmán. Y los otros pajes que escuchaban al mancebo, se decidieron a contar el gozo que les daba servir de hembras a sus señores. Casi todos ponían la boca y el culo para hacer disfrutar a sus amos, estuviesen o no con sus esposas. Al parecer a la mayoría de los nobles caballeros les daba más placer el culo de su paje que el coño de una hembra. Quizás se debiera a vivir entre hombres la mayor parte de sus vidas, ya fuese en guerras o largas campañas de luchas, donde escaseaban las hembras con tetas y dos agujeros. El servicio de un buen paje les era fundamental para casi todo. Y en eso no se excluía la faceta sexual. Qué mejor relajación después de una cruenta pelea, que la boca de un guapo muchacho sin barba mamando la polla del guerrero como un ternero hambriento?. Y dónde le daría más gusto vaciar sus huevos que dentro de ese vientre plano y terso?. Cómo no iban a querer los caballeros a esos chavales que con la mayor ternura les calentaban la cama en las frías noches en que sólo los cobijaba la lona de una tienda de campaña!.

La relación con las esposa era de otro tipo. Y la función principal de éstas era parir hijos. Las follaban, pero los convencionalismos sociales y religiosos les impedían gozarlas. Así que el placer lo buscaban en otros agujeros. Y lo más a mano que tenían era la boca y el ano de su joven paje. Por lo tanto era normal que los follasen. Más, teniendo en cuenta que con ellos no había problemas de embarazo ni de hijos bastardos, que a larga siempre eran un problema y no hacían más que dar la lata. El paje era un ser caliente y de piel suave y tersa, cuya carne dura y recia le daba calor y conseguía empalmarle la verga tan sólo con acariciarla. Y, por si fuera poco, estos chicos solían aprender bien el arte de complacer a sus amos con la boca, lamiendo y chupando una verga como si fuese el más gustoso manjar. O apretando el culo y exprimiendo la polla de su señor al tenerla dentro del recto.

Se ponían en todas las posturas totalmente desnudos y no como las damas bien educadas que no se quitaban la camisa de dormir para cumplir el débito conyugal. Y se abrían de patas como las perras para incitar más a su dueño con el visión de su ano dilatado y palpitando de ansia por se penetrado. Hasta el olor acre de las entrepiernas de los críos ponía como burros encelados a los aguerridos caballeros. Y cuanto más bellos eran los pajes, más putos les parecían a sus amos al verlos cachondos deseando que les diesen por el culo. Y casi era una obligación del señor ensartársela al paje y joderlo con todas sus fuerzas. Y si alguien sabía eso, era Nuño. Y Guzmán que llevaba años comprobando lo mucho que sabía sobre eso su amo. Iñigo ya lo estaba aprendiendo también.