Autor: Maestro Andreas

Autor: Maestro Andreas
Autor Maestro Andreas

viernes, 30 de diciembre de 2011

Capítulo LXIV

Pasaron una noche sin sobresaltos y cada cual se procuró las dosis de placer como acostumbraba. Y la mañana siguiente también fue apacible disfrutando de los jardines del palacio y de un sosegado paseo por la urbe contemplando de cerca la arquitectura de los templos y del palacio papal. La catedral les impactó a todos por su armonía y estructura, así como el trabajo realizado para adornar y dar más magnificencia a su portada e interior. Y en la misma puerta de la seo, Carolo, que los acompañó a modo de cicerone, se quedó pegado a Iñigo, mirándolo de reojo para observar bien sus rasgos y ese color azul que recordándole el de los ojos de Isaura, lo veía mucho más hermoso en el muchacho, al igual que el color dorado del cabello.

Sin ser amanerado en absoluto, Carolo era un completo homosexual en todos sus gustos y le atrajo el esclavo rubio del conde nada más verlo en el salón principal del palacio de su tío. Pero todavía sería prematuro afirmar por que atributos de Iñigo se decantaba el otro chico. Qué buscaba?. El culo o la polla del otro joven?


Guzmán no le quitaba la vista de encima y vigilaba celoso la propiedad de su amo. “Qué pretende este cabrón!”, pensaba el mancebo. Pero no decía nada ni quería que la atención de Nuño se centrase en los dos chavales en lugar de conversar con Lotario, el atractivo capitán, que se les había sumado en la visita a la ciudad.

Pero otros ojos seguían de cerca los glúteos de Carolo. Y esas retinas encendidas eran las de Froilán. Al noble aragonés le habían cautivado tanto o más que la delicada elegancia de Isaura. Con el aliciente que esas cachas se la ponían dura y los ligeros y etéreos modales y gestos de la chica sólo le resultaban agradables y dignos de encomio. El aire sutil de la chica era sólo eso, mientras que la carne prieta y compacta de ese culo sugería muchas más cosas agradables y fuertes para deshacerse de lujuria y verter leche hasta quedar seco. Qué bueno está este puto jodido!”, se dijo entre dientes Froilán. Y añadió, también sin sonido audible: “Esas ancas deben ser hierro de la mejor calidad!. Y sus extremidades lo mismo!”. Sin embargo, parecía que Carolo pasaba de todos menos de Iñigo. Y bien pudiera ser que teniendo en el escudo de armas de su familia un oso, a Carolo, como a un osezno, le atrajese el rico panal de miel dorada en que Iñigo se transformaba a sus ojos. Lo imaginaría dulce y sabroso como el néctar de las flores elaborado por las abejas y por sus gestos estaba claro que deseaba comérselo o cuando menos lamerlo.

Y en un momento de descuido general, Carolo le rozó el culo a Iñigo. Y Guzmán se dio cuenta de la reacción de su compañero, que volvió la cabeza para mirar de frente al acosador. Pero no le dijo nada ni pareció enfadarle que el otro intentase sobarlo. Bueno, también es verdad que sólo eran un ligero roce y pudo ser casual. Pero la cara de Carolo no reflejaba solamente que se produjese por pura coincidencia involuntaria. Sus labios entreabiertos destilaban vicio y ansia de probar mejor la carne del otro joven, que siendo tan rubio como Isaura, le parecía mucho más hermoso que ella y le resultaba mil veces más provocativo su olor a hombre y sus maneras y formas masculinas. Nuño iba a tener otra vez algún dolor de cabeza cuando más tranquilo y seguro se creía. Pero no era raro que ocurriesen esas cosas, paseándose con una caterva de críos que quitaban el sentido al espíritu mas sereno y comedido. Tanta carne fresca era un aliciente para el más pintado.

Iñigo tenía que ser llamativo en grado superlativo en una zona donde predominaban los morenos. Y el conde no parecía darse cuenta de ese detalle. El estaba acostumbrado a verlo y le gustaba tanto un tipo rubio como moreno. O de cualquier color. Nunca le puso remilgos al color del pelo ni de los ojos. Y de suyo, en su jauría de cachorros había un trigueño, dos morenos y el rubio de oro, que su belleza ya le causara algún problema en ese viaje. E iba camino de seguir complicándole la vida por sus encantos y el puñetero cabello de color rubio y la sonriente mirada azul que prodigaba el chico al mirar a otros. Decididamente la mejor solución sería encapucharlo o encerrarlo, pero esas medidas no estaban en la mente del conde por el momento.

El cabildo catedralicio dio la bienvenida a los ilustres extranjeros y el caro cantó para ellos salmos y cantos religiosos que en las voces de los niños y jóvenes cantores sonaron como si los entonasen ángeles sin sexo definido. Muchos todavía eran niños y sus voces aún infantiles se oían claras y agudas. Pero otros ya eran adolescentes, aunque tuviesen la voz atiplada, y todos afinaban maravillosamente y lograban que los oyentes sintiesen la música en el corazón. El capitán les informó que los capaban siendo muy pequeños y esa era la causa de que sus voces fuesen tan finas aún siendo ya medio hombres. Mitad hombres sí, pero del todo jamás podrían serlo estando castrados de ese modo. Y viéndolos tan guapos a más de uno, la verdad es que era una lástima que no tuviesen cojones. Y entre todo el orfeón de voces blancas, uno más alto y muy rubio destacaba por su belleza. “Es un querubín bajado a la tierra para ensalzar al Altísimo!”, exclamó el deán del cabildo catedralicio.

Y Carolo lo miró como si fuese la primera vez que veía un ser celestial. Guzmán, que no perdía ripio de lo que hacía el sobrino del obispo, de entrada quedó perplejo, pero pronto entendió al muchacho. Carolo buscaba un coño en un cuerpo sin tetas y con pito para mear. Pero que tuviese criadillas le daba lo mismo. Lo importante es que fuese guapo y al parecer rubio y con ojos claros como los de Isaura. Y un pensamiento pasó por la mente de Guzmán: “Para que quiere a un tío con unos huevos tan bien hechos como los de Iñigo?. Además no creo que pretenda deleitarse con su preciosa polla tan rica y pringada de babilla en cuanto le tocan los bajos. A no ser que este cafre tuviese la intención de cortarle los cojones a Iñigo!... Con lo buena que está la leche que da!... A ese chaval le haría un gran favor el amo si le enseñase lo que es gozar con otro hombre... Ese culo necesita que lo abran y conviertan su orificio actual en una puerta grande para celebrar con jubilo la llegada de una nueva vida sexual. Aunque reconozco que el cantor es verdaderamente bonito y si llega a tener huevos todavía, sería un hermoso galán”.

El castrado también miró a Carolo como Helena debió ver a Paris por primera vez. Y no hicieron falta ni manzana ni la flecha de Eros para que el joven se encandilase por aquel mocetón tan viril y machote. Con qué rapidez se enamoran los jóvenes, podría pensarse. Pero puede que en sus almas se forme la imagen de un ideal que encarna el amor de su vida y al verlo delante se enciende la llama que abrasará su corazón hasta consumirlo en un deseo casi irracional hacia el otro ser. Surge una fuerza superior a cualquier voluntad o raciocinio y la vida se transforma en el reflejo de otra existencia, que es la del ser amado.

El mancebo se aproximó a Iñigo y llevándolo a parte le dijo: ”Por qué no le dijiste nada a ese conato de semental en ciernes cuando te rozó el culo?!. “No creo que lo haya hecho a propósito. No todos van a ser maricas”, alegó Iñigo. Y Guzmán añadió: “Pues lo es y no fue una casualidad que te tocase. Le gustan rubitos y de ojos celestes como los tuyos. Pero ahora ya babea por ese muchacho de cabellos dorados que canta en el coro”. Iñigo miró al castrado y exclamó: “Es un eunuco!”. El mancebo le pellizcó un brazo y dijo: “Y qué más le da!... Sólo quiere su culo y nada más... Si el amo llega a darse cuenta que te metió mano, te deja las nalgas como una reja oxidada. Y a él se la corta. No seas tan educado y si vuelve a tocarte dale una hostia, si quieres evitar males mayores”. “Lo haré, pero no le digas nada al amo si no vuelve a rozarme con malas intenciones”, suplicó Iñigo. Y Guzmán le dio una colleja y terminaron riendo los dos.

El recorrido por la ciudad incluyó pasar por los barrios gremiales y echar un vistazo al mercado y tiendas de libros y otros objetos que les llamaron la atención a Froilán y al conde. Guzmán, Iñigo, Ruper y Marco, no dejaban de revolver cuanto encontraban y probarse gorros y tocados, partiéndose de risa ellos solos por el aspecto que ofrecían con eso adornos. Fulvio y Curcio no se separaban ni un momento y el primero hubiese querido comprarle al otro cualquier recuerdo de su amor. Pero no tenía dinero ni el amo le permitiría a ninguno tener nada sin su permiso. Y Nuño sí quiso hacerles regalos y adquirió a buen precio unas gruesas cadenas de oro, del tiempo de los romanos, e hizo que se las ajustasen al cuello de sus esclavos. Y no sólo de Guzmán e Iñigo, sino también al pescuezo de Fulvio y de Curcio. Los cuatro llevaban ahora un collar de esclavo, como otros siervos llevaban dogales de hierro. Pero ellos lucían uno de noble metal como otros esclavos favoritos de sus amos lo hicieron antes en la vieja Roma. Los chicos iban contentos con sus cadenas y el amo orgulloso de sus bellas propiedades, pero esa noche tendrían novedades en el palacio episcopal de Viterbo.

lunes, 26 de diciembre de 2011

Capítulo LXIII

Cuando llegaron a Subiaco, a orillas del río Aniene, todos sus moradores estaban recogidos en sus casas y sobre los tejados destacaba la oscura fábrica pétrea del monasterio de Santa Scolastica, Y en lo alto, como saliendo de la piedra del monte, vieron la vieja abadía benedictina con su santuario del Sacro Speco. El conde estaba harto de frailes y conventos y no quiso detenerse en ninguno de ellos. Pero era un problema encontrar acomodo para todo su séquito fuera de un castillo o los recoletos muros de un cenobio.

Habló con Froilán en voz baja y ambos acordaron pasar la noche acampados de la mejor manera y, nada más salir el alba, volver a recorrer el espacio que les separaba de Viterbo. A parte de la aprensión de Nuño por los sayales, había un motivo para mantener una fundada reserva contra los frailes de ese lugar. Y era la proximidad con Roma. Subiaco estaba muy cerca de la capital del imperio romano y ahora del reino papal. Y eso justificaba mantener mayores precauciones en todo momento y más tratándose de religiosos, posiblemente fieles acólitos del Papa Alejandro.


No era una noche de luna llena, pero se veían estrellas y la tranquilidad del paraje invitaba al descanso y al amor. Y eso siempre agradaba a todos ellos y no iban a desperdiciar una ocasión tan propicia para deleitarse con los sublimes placeres de la carne y del espíritu. Todos se juntaron con quienes deseaban mantener un romance bajo la bóveda del cielo y el conde sólo eligió al mancebo y a Iñigo. Fulvio podía enternecerse y derretirse de pasión con Curcio, que nada más quedarse solos se lanzó a sus brazos y estuvo besándole al boca hasta casi ahogarse los dos.

Froilán amó por igual a Ruper y a Marco y el resto ya sabían como pasar el tiempo al calor de los cuerpos que tanto deseaban. Y entre ellos sobresalían los gemidos de Piedricco, puesto boca arriba y abierto de patas para que Fredo lo follase como a una moza. Se oía de vez en cuando a un búho o quizás lechuza, como aseguraba Guzmán, y, aún en el silencio, se escuchaban rumores y ruidos de insectos y pequeños roedores que se buscaban la vida y la muerte a esas horas.

Los caballos relincharon con las primeras luces y todos se pusieron en movimiento para reanudar la marcha. Antes, algunos chavales evacuaron el fruto del amor de sus amantes, además de orinar como el resto. Hasta con los ojos medio cerrados eran guapos aquellos chicos. Y recogieron todo y montaron de nuevo en sus corceles azuzando a las mulas para que se desperezasen también. Habían comido algo, pero los más jóvenes echaban en falta algo más de leche en el desayuno. Pero tenían que cabalgar y era mejor llevar la barriga ligera y el culo no demasiado ardido para aguantar más tiempo sobre la silla de la montura.

Y después de una alarga marcha con paradas y descansos más prolongados, llegaron a Viterbo. Una antigua ciudad con iglesias construidas sobre ruinas del pasado esplendor de un imperio. Y entre todos sus edificios, quedaron sobrecogidos por el Duomo, catedral románica dedicada a San Lorenzo, erigida por artistas lombardos sobre un templo de Hércules, y el Palazzo dei Papi, adornado con columnas expoliadas en un templo de Roma, que era usado por los papas como residencia de verano y refugio si le ponía las cosas feas en la ciudad eterna, ya fuese por el cabreo del pueblo o la invasión de alguna fuerza extranjera.

Estaban en un lugar complicado por sus implicaciones con Roma, pero Froilán tenía noticias de que el obispo no era simpatizante del Papa reinante porque le había negado el capelo púrpura de cardenal. La ambición del prelado era ser príncipe de la iglesia y le escamoteaban esa ilusión. Así que Don Benozzo, que ese era el nombre del mitrado, les resultaría útil y un buen aliado para los intereses que les llevaran a Italia. Y ni cortos ni perezosos se dirigieron al palacio episcopal. Fueron recibidos por le obispo, acompañado por parte de su corte de clérigos y guardias, y el conde y Don Froilán lo saludaron en nombre del rey Alfonso.

El palacio no era un castillo ni tenía defensas inexpugnables, sino que era un edificio civil suntuoso y ricamente decorado con objetos de arte de pasados tiempos y muebles y tapices preciosamente elaborados y traídos de otros países. El oro y la plata brillaban sobre mesas y arcones y era de suponer que la riqueza de esa diócesis debía ser cuantiosa. Don Benozzo obsequió a sus invitados con una cena de exquisitas viandas y servida con elegancia y esmero. Pero lo que más les llamó la atención a todos los comensales sentados de nuevas a la mesa del prelado, fue la bellísima joven rubia y de ojos tan azules como los de Iñigo, que compartía la cabecera del convite junto al obispo.

Iba tan bien vestida y con joyas tan valiosas, que parecía le favorita de un califa. Se movía con delicadeza y la sutileza de su voz y la pronunciación de las palabras que decía, cautivaba a quien la oyese, aún gustando más de la carne dura de un macho que de la suave tersura de las formas de una mujer. Froilán estaba obnubilado con la moza y no dejó de charlar con ella ni un instante. La chica se llamaba Isaura y era de la zona norte de Italia, por encima de Venezia y tirando hacia el este. “Guapísima!”, dijo Guzmán cuando Froilán le pidió su opinión sobre la joven. “Y es tan sofisticada que parece una diosa griega!”, exclamó el noble aragonés.

Y lo que más le tranquilizaba al conde era que al menos ese tío con sotanas y vestimentas talares no intentaría perforarle el culo a ninguno de los chavales. Le gustaban las mujeres y se había buscado una barragana de lujo. Que no sólo le gustaba a él, por cierto. Pues también el mancebo se dio cuenta que tanto ella como el capitán de la guardia se lanzaban miradas ardientes llenas de complicidad. Cosa que no podía reprochárseles a ninguno de los dos siendo tan bellos y jóvenes. Porque el capitán, Lotario, con nombre de emperador carolingio, era un tío cachas y con un perfil perfecto, adornado por una melena con abundantes rizos negros. Mientras que el obispo Benozzo, ya no cumplía los cincuenta y estaba gordo y grasiento por todas partes. Y sobre todo por el abdomen a la vista de la curva prominente que le hacían los hábitos en ese parte del cuerpo. Más que un vientre parecía un odre y resultaba difícil imaginarlo encima de la frágil Isaura para gozarla sin aplastarla. La boca del este hombre resultaba repulsiva y daba la impresión que babeaba o al menos escupía al comer. Pero el poder del dinero y la riqueza es muy grande y quizás la chica se sacrificase dejándose sobar por el obispo, para gozar más tarde con el cuerpo fibroso y la polla del capitán.

Nuño no le prestaba atención ni al jefe de los guardias ni a la muchacha y estaba tranquilo pensando en la seguridad de los ojetes de los chicos al no oler ninguna polla deseosa de culo. Pero en eso no estaba del todo acertado y se equivocaba de medio a medio. En un detalle Porque si bien al obispo y al capitán le iban la mozas frescas y lozanas como Isaura, no todos los habitantes del palacio tenían los mismos gustos sexuales. Y uno de ellos, que llegó a los postres, era el sobrino de Don Benozzo. El mozo vivía bajo la protección y tutela de su tío y se le fueron los ojos en cuanto vio tanto chaval que le despertó el apetito sexual de una manera exacerbada.

Ese chico, a punto de cumplir los diecisiete años, tenía un físico muy desarrollado para su edad y los músculos de los brazos y piernas, tapizados por un vello oscuro, denotaban que su mayor afición era el ejercicio físico más que el mental. Era un verdadero cachorro de titán con cuerpo de acero. Y todos los invitados de su tío se fijaron en él, cuando el obispo se lo presentó a Nuño y a Froilán. A éste último se le cayó el sombrajo ante semejante ejemplar humano que se llamaba Carolo. Y el conde tampoco dejó de reparar en el cuerpazo del crío y sobre todo en el culo macizo y prominente que ofreció a sus ojos al darse la vuelta. A ese chaval le habían pegado una sandía bajo la espalda, porque tal contundencia de nalgas no era ni frecuente ni normal. Y, además, el puto chaval era guapo y el pelo negro y rizado le daba un aire agresivo a la cara, que miraba a través de un par de ojos grandes y marrones como almendras. Seguramente más de uno pensaría en Carolo esa noche y parte del día siguiente.

miércoles, 21 de diciembre de 2011

Capítulo LXII

Al llegar a un punto en la ruta, cerca de Alatri, el conde quiso ver la acrópolis de esa ciudad y le dijo al prior Luca que se adelantase al convento para anunciar su llegada y que preparasen alojamiento suficiente para toda su comitiva. Pasearon por lo que fuera el centro de la urbe en tiempos romanos, viendo frisos, columnas y capiteles y algunas estatuas que todavía conservaban su cabeza y los miembros, y los chicos seguían las explicaciones de Froilán, embobados por su sapiencia y cultura. Guzmán, en un aparte, le comentó al amo que le encantaba eso de visitar otras ciudades y conocer distintos países con sus paisajes, costumbres y diversos modos de pensar y ver las mismas cosas desde prismas diferentes a los suyos. En todas parte había belleza y cosas interesantes que ver y recordar. Lo malo era la inseguridad en los caminos y los riesgos insospechados a que estaban continuamente expuestos, tanto por la misión que llevaban, como por ser tan jóvenes todavía y además guapos y apetecibles para otros usos que la mera contemplación de sus encantos. Todos ellos eran como un apetitoso bocado dentro de una jaula llena de fieras. Y, consiguientemente se los querían comer, pero a pequeños trocitos para paladearlos a gusto.

Aquella vieja ciudad romana les gustó a todos y quedaron sorprendidos de la cultura y forma de vivir de los antiguos romanos. Era como si en su tiempo hubiesen retrocedido siglos de civilización y ahora lo imperante era la incultura generalizada, sobre todo entre los nobles y poderosos.

Se salvaban los monjes que todavía mantenía la llama de otras ideas y conservaban y reproducían códices, aunque sometidos a una férrea censura y reservando su conocimiento a unos pocos privilegiados. Y tanto el conde como Froilán e incluso Iñigo, se libraban de una ignorancia supina debido no sólo a sus posiciones en la elite de su sociedad, sino también al celo por aprender que desde pequeños les inculcaron. El mancebo era caso aparte y su ilustración en varias disciplinas se debía al empeño de Aldalahá y sus contactos con los filósofos y eruditos árabes, primero, y más tarde al de Doña Sol que compartía su raciocinio sobre múltiples temas con Guzmán. Y esa dama tenía una inteligencia más que preclara y unos conocimientos impropios en una dama de su época.

Con el fin del atardecer llegaron a la Certosa di Trisulti y Luca y el abad Genaro los recibieron en la misma puerta del convento rodeados de un nutrido grupo de monjes. No resultaba sospechosa esa cortés amabilidad del abad hacia el conde y Froilán, puesto que hubiera sido igual de atento con un emisario de Ricardo de Cornualles o del mismo pontífice. El caso era estar a bien con todos los poderosos y procurar obtener tajada de cualquiera de ellos. Pero siempre le convendría más un emperador que recortase el poder papal, que amenazaba su dominio sobre el monasterio y sus tierras, que otro que se aviniese a reconocer la primacía del solio de San Pedro sobre el trono del rey de romanos. La debilitación del poder de Roma le fortalecía a él sin duda alguna.

Se acomodaron en vario aposentos tras la bienvenida, algo más que solemne dadas las circunstancias e intereses del abad, y el conde y Froilán acompañaron a los dos anfitriones al refectorio y los chavales ocuparon unos modestos bancos de madera tosca para compartir la cena con los frailes más jóvenes de la congregación. Y, seguramente por casualidad, al lado de Guzmán se sentó un chiquillo adolescente, muy agraciado de cara, ya que el cuerpo difícilmente se le podría apreciar bajo el grueso sayo que vestía, y al mancebo le pareció que el crío deseaba pegar la hebra con él y parlotear de todo lo que se le ocurría al chico. Y sobre todo le intrigaba la vida de armas y aventuras que daba por hecho que vivían a diario yendo con dos nobles señores tan importantes y seguramente famosos por su valor. Pero Guzmán también sabía derivar la conversación donde quería y le interesaba y le sonsacó al chaval cuanto quiso saber tanto del abad como del joven prior. El mancebo llegó a la conclusión que Genaro era un viejo zorro y sabía muy bien como jugar sus cartas con prebendas y sopesar sus posibilidades de poder e influencia sobre el resto de sus monjes.

Ese chaval, de nombre Tito, como el emperador que inauguró el Coliseo de Roma con unos memorables juegos y espectáculos de fieras y gladiadores, no era precisamente un fuerte ejemplar humano ni su aspecto era el de un luchador. Simplemente era un chiquillo, pariente no muy lejano del abad y del prior, que le calentaba la cama al primero cada noche y prestaba su joven cuerpo para el deleite de poderoso mitrado, aunque ese hombre maduro, mal conservado y aquejado de gota, le daba más asco que gusto. En un apalabra era la coima del abad, pero con pito y supuestamente un precioso culo que calentaba la minga del poderoso fraile, sin que el crío gozase con ello lo más mínimo.

Según le contó el chico al mancebo, antes que él hubo otros muchachos en la cama de Genaro, incluido Luca siendo adolescente y posteriormente, al hacerse mayorcito, lo nombró prior del monasterio con derecho a sucederle al frente de la abadía. Era una forma de recompensar los servicios sexuales prestados y asegurarse que nunca tendría críticas o le reprochasen sus debilidades carnales hacia los jovencísimos aspirantes a fraile. Además a Luca también le gustaba tener entre sus manos una buena polla y metérsela por el culo a la menor ocasión. De suyo, Tito le contó a Guzmán que en la celda del prior siempre había un cirio que nunca ardía y a veces no olía a cera precisamente.

El conde alucinó con la historia que le trasmitió Guzmán, pero tuvo que reconocer que esas cosas eran habituales en muchas instituciones gregarias. Ya que también el uso de adolescentes, casi niños, como objetos sexuales se daba frecuentemente en Roma entre cardenales, obispos y clérigos. Ni tampoco era raro ver a un niño de trece años o menos consagrado obispo o hecho cardenal. Y lógicamente esas criaturas adolecían de verdadera vocación para tomar los hábitos y dedicarse a la religión y al culto divino. Froilán le recordó a Nuño que muchos cardenales no eran sacerdotes ni siquiera religiosos y no debía escandalizar que tuviesen esposa e hijos o amantes de cualquier sexo. La púrpura o la mitra era una forma de conseguir la consideración social y riquezas de las que le privaba el hecho de no ser los primogénitos y herederos de los títulos, feudos y patrimonios de sus familias. Y tanto el abad Genaro como el prior, debían ser unos de ellos sin duda alguna.

Aún así, al conde le daban ganas de partirle la boca al seboso abad de San Bartolomeo por abusón y aprovecharse de adolescentes demasiado jóvenes aún, en base a su posición de preeminencia en el convento y el ascendiente sobre ellos. Acentuando más la precaria situación de esos chavales, dejándolos totalmente indefensos como si los encarcelasen y encadenasen a los muros de las sacristía entre el humo de cirios e incienso. Pero Froilán le hizo entender que ellos tampoco eran unos santos en ese aspecto, pues tenían jóvenes esclavos a los que les daban por le culo cuando les daba la gana. Y Nuño reflexionó y llegó a la conclusión que si bien es cierto que él tenía esclavos y eran jóvenes, no le servían por miedo o por estar presos y atados, sino porque le amaban y deseaban tanto como él a ellos. Las cadenas de sus chicos eran de otra clase. y cuando llegaba a poseerlos, ya estaba seguro que eso era lo que ellos deseaban también. Y aunque no lo buscasen o gozasen desde el principio al ser sodomizados por él, no tardaban en disfrutar sabiendo que le daban placer y al mismo tiempo ellos también gozaban y aprendían a sentir esa faceta del sexo y el amor entre hombres.

Froilán no quiso discutir con su amigo y derivó la conversación a otros derroteros. Como por ejemplo, guardar bien los ojetes de los chavales por si algún intruso pretendía entrar en ellos. Eso al conde terminó de joderlo, poniéndolo de mal humor, y ordenó que todos los chicos se retirasen a dormir y cerrasen bien las puertas. Y, por si acaso, un imesebelen se quedaría delante de cada entrada durante toda la noche. Si alguien pensaba que lo iba a tener fácil estaba muy confundido. Podría intentarlo, pero se quedaría sin pito. Y eso incluía al mismísimo abad y al prior. Todos callaron y obedecieron en silencio al conde. Y Froilán se encerró con sus dos muchachos y Nuño con sus cuatro preciosidades, que podían recordar tres gracias admirando la belleza de Helena de Troya. Que en este caso era morena y de ojos verdes. Ya que aunque los otros también fuesen muy guapos, Curcio era el más joven y le correspondería ese papel.

La noche estuvo tranquila y sin incidencias que lamentar. Bueno, según afirmó Hassan, Otul, quizás el más pollón de los seis negros, se folló al prior Luca, porque prácticamente se le sentó en la verga remangando las faldas. Más tarde la casualidad quiso que pasasen por ese lugar tres novicios y uno tras otro cayó en la tentación de saber como era estar empalado. Y a Ammed le pasó otro tanto con cuatro monjes todavía jóvenes. En fin. Esos africanos bien pudieran repoblar Europa en poco tiempo si los hombres tuviesen matriz. El resto de los guerreros negros ya tenían arreglo al terminar de hacer guardia y antes de dormir un rato. Y para eso ya estaban los eunucos y los dos chavales de Nápoles, que no dejaban pasar la ocasión de subirse a las trancas de los imesebelen.

Nuño se despertó cansado, porque durmió mal y le costó coger el sueño una vez que se agotó de follar con sus chicos. Guzmán tampoco pegó ojo hasta ver a su amo tranquilo y por la mañana se le pegaban las sábanas y los párpados no querían levantarse. Iñigo lo zarandeó para sacarlo de la cama, metiéndole prisa para vestirse, pues seguro que inconscientemente todos deseaban abandonar el monasterio cuanto antes. No los habían tratado mal, pero, por un lado, les daban pena los muchachos encerrados entre esos gruesos muros. Y, por otro, les molestaban las miradas libidinosas a sus nalgas y ese cuchicheo que no cesaba ni un minuto en cuanto los chavales se cruzaban con un grupito de frailes.

El conde y Froilán se despidieron amablemente del abad y de Luca, el prior, y montaron en sus caballos, descansados y lustrosos, repiqueteando sus herraduras el empedrado del suelo con ganas de trotar y galopar contra el viento alejándose de allí con destino a Subiaco.

domingo, 18 de diciembre de 2011

Capítulo LXI

Se adentraron más en el Lacio, como yendo de puntillas y esquivando Roma para que la sangre de sus caballos no atrajesen a las moscas papales. Su primer destino era Atina, una ciudad fortificada de la época romana, en la que podrían encontrar refugio y descanso para sus caballos y también para sus cansados riñones y maltratadas posaderas de tanto trote y galope cochinero. El conde no dejaba de ver para todas partes por si eran atacados de improviso. Ahora toda precaución era poca y estaban expuestos a caer en manos de los soldados del ejército de Roma.
Comían poco, pues sus estómagos estaba cerrados por la sensación permanente de alerta en que estaban y los africanos se turnaban para dormir por parejas, procurando así no descuidar la vigilancia del grupo por varios flancos, aumentando de ese modo su seguridad. Cuando les tocaba guardia a Ali y a Jafir, Hassan y Abdul no pegaban ojo hasta que regresaban con ellos al catre y les calentaban el espíritu con sus tremendas pollas ardientes. Y lo tenían mejor Bruno y Casio, que le habían cogido afición a las vergas de los otros cuatro guerreros y le daba igual que vigilasen Ammed y Sadif, o Otul y Jafez. O cualquier otra combinación que hiciesen entre esos cuatro. Todos ellos estaban igual de dotados y les encantaban los culos de esos dos napolitanos.

A Fredo siempre lo reconfortaba su amado Piedricco, que cada día era más bonito y adoraba con mayor intensidad a su potente macho. Aunque últimamente le estaba azotando con más frecuencia alegando que no le prestaba toda la atención que requería cuando le hablaba. Y cómo se la iba a prestar si siempre se le ocurría decirle cosas cuando le estaba perforando el culo!. Bastante tenía el crío con gemir y babear por la boca y por el pito, saltando como un loco sobre el cuerpo de Fredo que le metía unos empellones de la hostia!. Y el otro dale con la manía de contarle al chico lo que había hecho antes de conocerlo o lo que harían al cabo de una semana. Pero si a Piedricco todo eso no le importaba!. Para él sólo contaba el momento presente junto a su hombre y degustar lo más posible los pollazos que le metía por el culo y esperar a que le diese leche cada mañana como desayuno. Sin embargo, Fredo le zurraba las nalgas sin demasiada fuerza para castigarlo por no recordar todo lo que le había dicho durante el polvo. Por qué no le preguntaba cuantas veces se la había metido desde que lo conoció?. Eso si lo sabía Piedricco de memoria y no le fallaba ni uno. Con peros y señales podía repetir todo lo que había ocurrido y las sensaciones vividas en esos momentos. Y también podía decir que cada día amaba más a Fredo, aunque le pegase por esas bobadas.

De Atina fueron a Arpino. Otra vieja fortificación romana y les pareció un lugar tranquilo donde pernoctar. Todos tenía más ganas de lavarse que de comer, pero tuvieron tiempo para todo y eso benefició grandemente al grupo. Hasta el conde estaba de mejor humor y se paró más tiempo con sus esclavos. Los usó a todos Y Curcio probó una vez más las vergas del amo y las de sus compañeros. Pero Nuño le dejó a Fulvio que lo disfrutase dos veces y eso le encantó a los dos chicos. Guzmán también gozó en mayor medida de la polla de su amo, pues se la metió otra vez en plena noche mientras el resto dormía.

Y le dijo mil veces que su aroma excitaba su vida y el calor de su ser le transportaba a otros mundos de fantasía y placer. Iñigo se despertó el primero y pasó por encima de Guzmán, para colocarse pegando el culo al vientre del amo, y se ganó el primer pollazo del día. Y que gusto le dio notar esa leche caliente en su barriga antes de que se desperezasen sus compañeros. Y los que no paraban de metérsela mutuamente eran Mario y Denis. Lo hacían por la noche, al despertarse y en cuanto tenían un momento para bajarse las calzas y poner el culo.

Y Froilán tampoco desaprovechaba las pausas ni los descansos para beneficiarse a sus dos chavales. A Ruper cada vez le daba por el culo con más fuerza y energía y al chico se le subía la sangre al cerebro, nublándosele la vista. Y Marco seguía poniendo al amo como un burro tan sólo con mirarle a los ojos sonriendo. A él lo follaba con el mismo mimo y cuidado que si tocase un arpa de marfil y oro. Pero el chaval se entregaba a su dueño con tanto ardor que terminaban haciendo crujir el suelo del aposento.

Ya iban camino de Alatri, donde les aconsejaron no dejar de ver la acrópolis romana, y a la altura de Casamari, tuvieron un incidente con unos bandidos. Primero temieron que fuesen gentes del Papa, pero al verlos de cerca tan desarrapados y sucios, se inclinaron por calificarlos como meros asaltantes de caminos y, aún siendo bastantes, les dieron para el pelo y en la refriega murieron más de diez, casi sin mancharse las manos de sangre ninguno de los chicos. El resto de los proscritos salió por pies echando leches y ni se les ocurrió volver la vista atrás. En esa ocasión quedó probado el acierto de Guzmán, Ruper y Marco, al convencer a sus amos para que la mayoría de los chicos usasen un arco con flechas. Y más de uno se lució haciendo blanco a la primera en órganos vitales, para acabar con la vida de la pieza de una manera rápida y lo más limpia posible. Realmente fue como cazar conejos asustados.

A consecuencia del ataque se desviaron a esa población y sus habitantes los recibieron como héroes por haberlos librado del atajo de atracadores que les tenía hasta las narices con sus robos y asesinatos. Las mozas en edad de merecer se volvieron locas al ver tanto joven apuesto y pensaron que serían amorosos galanes para darse un revolcón con ellos. Pero no calcularon que los mozos en cuestión preferían revolcarse entre ellos o, como una concesión por la buena acogida, podrían hacer el exceso de tocarle el culo y la polla a otro mozo del pueblo. Y de suyo dos de los imesebelen lo hicieron y se la clavaron a dos muchachos que se pasmaron al ver sus trancas en posición de ataque. Cuando quisieron reaccionar, ya los habían ensartado contra la pared de un establo. Vieron la luz a través de los muros de piedra y posiblemente en toda su vida no olvidarían aquellas dos porciones de carne contundente y abrasadora.

Froilán también hizo alguna cosa con otro chaval que era hijo del hombre más rico de esa zona y uno de los que más sufriera las molestias ocasionadas por los facinerosos que ya criaban malvas en el campo. El chico se le puso a tiro tras unos setos del jardín de la casa, donde el conde y él fueron invitados a comer, y le palpó el culo. Pero la cosa no quedó ahí, pues una vez que habían dado cuenta de los postres, al noble aragonés le entraron ganas de aliviarse y el padre mandó al hijo que acompañase al ilustre invitado para mostrarle el camino. Y lo que el chaval le mostró a Froilán, además del excusado, fueron las posaderas, levantándose la túnica por encima de la cintura, y Froilán se la hundió en el ano hasta hacer tope en las nalgas con su bajo vientre. El chico se estremeció como una paloma herida, pero apretó con el culo el carajo del otro ordeñándoselo como una teta.

Nuño no se preocupó de otear ninguna pieza para tirársela y se limitó a charlar con su anfitrión, mientras los esclavos esperaban en otra dependencia a que sus amos terminasen de comer. A ellos les sirvieron a parte y fueron tratados como simples criados de los poderosos señores extranjeros. Pero eso no impidió que algunos ojos los viesen con avidez y codiciosa lujuria imaginándolos en pelotas y espatarrados cobre un lecho para servir de receptáculos para la lascivia de algunos y de puntas de lanza para calmar el furioso calor vaginal de otras cuantas muchachas.

No cabe duda que la juventud es hermosa en si misma y más si la naturaleza le ha dotado generosamente con un físico que hace latir el sexo y palpitar los corazones de quienes miran ese cuerpo pletórico de energía y salud. Eran jóvenes escogidos y tratados convenientemente para destacar más sus atributos. Y no sólo por el hecho de usarlos como potras para la monta, sino como ejemplares de exhibición que exaltaban la buena cría y virtudes de una raza de campeones. Una yeguada espléndida para jinetes avezados en la doma. Pero también, criaturas maravillosas por lo que encerraban dentro del pecho. Así eran los muchachos del conde y de Froilán. Y semejante jauría no pasaba desapercibida en ninguna parte.

Tanto es así, que antes de llegar al final de la etapa preestablecida, vieron acercarse un grupo de frailes que, según dijeron, iban de camino hacia la Certosa di Trisulti, una abadía benedictina en origen, fundada por San Domenico di Foligno, y consagrada desde hacia unos años como abadía de San Bartolomeo. Al frente de los monjes marchaba un joven de cara aniñada, pero que ya no cumpliría dos veces los dieciocho años, que dijo ser el prior del cenobio. Y, en calidad de tal, invitó al conde y al resto de la comitiva a alojarse en el convento y disfrutar de la hospitalidad de su tío el abad Genaro. El nombre del jovencísimo prior era Luca

Al conde le entraban los lógicos resquemores de sus pasadas experiencias entre hábitos y toscos sayales, pero al no tener claro donde podrían alojarse en Alatri, aceptó. Además tenía entendido que en Trisulti había un castillo y eso le aseguraba un lugar donde refugiarse con los chicos si a los tonsurados se les empinaba en exceso la polla al ver tanto joven hermoso. Y otra vez más tentó a la suerte yendo a pasar la noche a otro convento de frailes.

jueves, 15 de diciembre de 2011

Capítulo LX

El conde entró en el patio del castillo como un trueno reclamando la presencia de Iñigo y el mancebo. El primero acudió al instante y con la orden de buscar de inmediato al otro salió corriendo hacia el jardincillo donde estaba Guzmán con los otros chavales. Iñigo sólo azuzó al mancebo para que se diese prisa en acudir ante el amo, pero se unieron a la llamada todos los demás chavales y se apuraron en recorrer el espacio que los separaba del patio de la fortaleza. Nuño miró a Guzmán, diciéndole sin palabras lo que deseaba, y el chico le hizo un gesto a Iñigo y a los otros dos para que lo acompañasen.


Antes de llegar el conde al aposento, todos estaba desnudos y puestos en pie aguardando al amo. Y Nuño, nada más entrar, les ordenó ponerse a cuatro patas sobre la cama. Los cuatro culitos se le ofrecían redondos y provocativos y era como tener que elegir una rosa entre las más bellas flores de un paraíso. Los olió despacio y les dio unos besos y también metió un dedo en cada uno para calcular el grado de deseo de los chavales. El del mancebo abrasaba, igual que el ojete de Iñigo. Y aunque a los otros dos también los notaba cachondos, les dijo: “Quiero dormir una siesta con mis dos esclavos más antiguos. Fulvio, tú entretén a Curcio y acuéstate con él en el otro aposento. Y para que coja antes el sueño, dale de mamar y fóllalo cuanto quieras. Puedes metérsela anda más acostarte y no sacársela del culo hasta que os avise para venir a servirme. Cógelo y llévatelo rápido antes que cambie de idea. Y no dejes que vacíe las tripas, porque quiero ver cuanta leche le metes”.

Parecía como que el amo leía los pensamientos de sus esclavos. Guzmán e Iñigo volvían a estar solos con su dueño y eso era el mejor regalo para ellos. Y Fulvio iba a tener en sus brazos y a su entera disposición al joven Curcio. Y eso superaba todas las expectativas a corto plazo que los dos chicos pudieran esperar. Si antes se revelan su deseo de estar juntos y solos, más pronto consiguen ese favor del amo y cuentan con su permiso para amarse y revolcarse como dos cachorros ansiosos de sexo y ávidos de cariño. Nuño vio marchar a los dos muchachos, cogidos de la mano y sin poder ocultar la alegría que, sin pronunciar palabras, se comunicaban uno a otro tan sólo con la mirada y la sonrisa. Y se sintió feliz porque, aún confirmando la sospecha que Fulvio le tenía ganas al otro, era consciente de la felicidad que les estaba regalando a los dos críos. Y sobre todo a Curcio, que ya tenía bastante desgracia con haberlo perdido todo. Pero al menos ahora conocía el amor y había encontrado alguien que daría su vida por protegerlo y cuidar de él con generosidad y deseando solamente lo mejor para el muchacho.

Fulvio se sentó en la cama y miró a Curcio de pie ante él. Lo vio más hermoso que nunca y el brillo verdoso de los ojos de chaval le atravesaban el cerebro leyendo sus pensamientos. Curcio se arrodilló y bajo la cabeza para buscar con la boca el pene de su amante. Una mano dulce enredó los dedos en su cabello y jugó con las desordenadas ondas oscuras que dejaban escapar destellos de luz al moverlas. Fulvio se fijó en la nuca del otro chico y le derritió el hoyuelo en el inicio del cuello. Le entró un escalofrío por toda la espalda al sentir las caricias de la lengua de Curcio en el glande y bajó los párpados para retener en su memoria cada brizna de tiempo que gozaba y la menor sensación que notaba en su cuerpo. Cómo podía ser que la mayor desgracia al perder la libertad se trocase en su mayor dicha y satisfacción. Cuántas veces soñó en tener lo que de repente le daban sin pedirlo ni hacer nada para lograrlo. El, que nunca tuvo donde caerse muerto, ahora era el amor de un noble muchacho. Tan guapo, que fuera destinado a que su cuerpo valiese una fortuna por gozarlo. A él no le costaría nada ser por unas horas el dueño de su cuerpo. Y tampoco tenía que pagar por adueñarse del corazón del muchacho. Ese ya era suyo y sentía la sensación de poseerlo con sólo mirar la cara de Curcio. El chaval, postrado de hinojos a sus pies, lo adoraba rindiéndole el homenaje del placer.

Al levantar al chico del suelo, Fulvio le dio el mayor beso de su vida. Y lo recostó en la cama para abrazarlo y recorrer con las manso toda su piel antes de decirle: “Te quiero...Voy a amarte con todos mis sentidos y deseo que los dos nos unamos en una misma sensación de placer... Primero te tomaré por detrás, despacio hasta que le tengas toda dentro de ti... Luego la clavaré muy hondo y notaré tus espasmos en mi polla hasta que tu ano lata y me oprimas el miembro, sintiendo que te estás corriendo conmigo... Más tarde te follaré como a una mujer, por delante y sin dejar de besarte la boca... Y volveremos a hacerlo sentándote encima mía y con el culo ensartado por mi carajo...Curcio, no pararé de estar dentro de ti y dejar mi vida en tu cuerpo...Bésame, porque ya te voy a penetrar”.

Se escuchó un suspiro largo y profundo y todos imaginaron que le estaba haciendo Fulvio al precioso Curcio en su culo. Y volvió a oírse la respiración del chico cada vez más agitada y ya no eran suspiros sino gemidos y luego jadeos mezclados los del uno con los del otro. Y los dos casi gritaron en el orgasmo y el lecho tembló. Se hizo poco a poco el silencio y la piel de los muchachos estaba empapada de sudor. No dejaban de verse a los ojos y no les hacía falta hablar, ni tenían nada más que decirse que no supieran ya. Eso era el amor y jamás antes lo habían conocido. Agotados y sin leche en los huevos, se les cerraron los ojos sin darse cuenta y se durmieron con la misma paz en el semblante que dos niños de teta.

Y en el otro cuarto, también el conde y sus dos esclavos quedaban tendidos sobre el lecho, rendidos y oliendo a pegajosa virilidad. Los culos de los chicos exudaban semen y lo mismo se veía sobre sus vientres y pechos, pero ya seco y con el vello púbico apelmazado y pegado el rizo en pequeños mechones blanquecinos. Habían follado a gusto y los dos chavales se habían vuelto locos por compensar con amor la dedicación exclusiva que esa noche les otorgaba el amo. Nuño se dejó amar, porque al haber estado a punto de perder a uno de ellos, necesitaba más ternura que violencia y más compresión y afecto sincero que la mera satisfacción que le daba la dominación de esas criaturas y el respeto que como esclavos le debían. Ver otra vez en peligro a Iñigo le había trastocado los esquemas y sentía una necesidad imperiosa de apretar a esos chicos contra su vida para protegerlos con toda su capacidad de amar y su fuerza tanto de carácter como física. Eran los más bellos regalos que le había deparado el destino y quería beberlos esa tarde a sorbos cortos para paladearlos mejor.

Los dos esclavos reclinaron la cabeza sobre el amo y éste les acariciaba el pelo cuando Guzmán le preguntó: “Amo, puedo preguntarte algo?” “Sí...Otra cosa es que te conteste”, dijo el amo. Y el mancebo habló: “Por qué no has querido usarlos... Te gustan y te satisface estar con ellos?”. Nuño sonrió y respondió: “Sí me gustan. Y también estoy a gusto con ellos... Pero he preferido gozar sólo con vosotros...Alguna objeción?”. “No, amo... Simplemente era una pregunta”, contestó el mancebo. Y Nuño agregó: “Tú nunca preguntas sin un motivo concreto... Habla!... Qué es lo que quieres saber?”. El chico levantó la vista para verle a los ojos y prosiguió: “Ellos quieren ser felices, como lo somos nosotros... Y los has dejado de lado sin más...Y eso no es algo caprichoso por tu parte, amo”. “El conde le dio un beso en la frente y dijo: “Lo que tú no intuyas es que no se producirá jamás... Serás cabrito!...No me puedo creer que no te hayas dado cuenta todavía!”. “De que les gusta besarse y tanto Curcio como Fulvio flotan cuando se miran?” , dijo el mancebo. “Ya me extrañaba a mí!”, exclamó Nuño, añadiendo: “Y tú, Iñigo no te habías dado cuenta de eso?”. “No, amo... Yo creo que se lo pasan bien con nosotros”, alegó el otro chaval. Y el conde le dijo: “Sí. Les gusta hacerlo con nosotros. Pero me temo que ellos sienten algo más al verse y tocarse los dos... Son muy jóvenes y me gusta ese amor puro que late en sus corazones...Lo malo es que no puedo darles la libertad por el momento y tengo que mantenerlos atados a mi dominio... Tampoco voy a dejar de usarlos, porque me gustan y sus culos bien valen el esfuerzo de follarlos. Pero quise darles la satisfacción de creerse libres por unas horas y que se diesen cuenta que entre ellos hay amor y no sólo sexo... Son buenos chicos los dos y me siento responsable de sus vidas y su felicidad”.

El mancebo alargó el cuello para besar los labios del amo y le dijo: “Te quiero...Eres el hombre más generoso de la tierra y amarte es el fin de mi existencia....Nunca dejes de apretarnos como ahora, porque, qué seríamos sin ti, mi amo”. Iñigo se arrebujó bajo el brazo del amo como un polluelo busca el ala de la madre para cobijarse del frío y la intemperie. Y el conde disfrutó viendo a sus dos muchachos encogidos entre sus brazos de hierro. Sus manos, enérgicas y decididas para matar, se volvían delicadas y finas para rozar la piel de aquellos chiquillos y mimarlos como a dos gatos de lujo. Ahora tocaba descansar y, más tarde, durante la noche deberían dormir para retomar el camino hacia Pisa.

lunes, 12 de diciembre de 2011

Capítulo LIX

Las piedras del castillo se alzaban temerarias sobre el resto de las edificaciones que dependía de sus muros para su defensa. Y el abad propietario de todas esas tierras envió un emisario desde el convento al tener noticia de la llegada del conde y Don Froilán. El fraile no iba a dejar escapar la oportunidad de saludar a dos prohombres extranjeros de reinos tan poderosos como Castilla y Aragón. Más sabiendo que eran embajadores del pretendiente a la corona imperial. La iglesia siempre ha aireado como lema la ayuda a los humildes, pero nunca dejó de adular a los ricos y poderosos. Ciertamente es de quien recibieron las más cuantiosas donaciones para saldar sus deudas de conciencia en la tierra, esperando así no pagar por ellas en el más allá.

El mitrado hasta se prestó a darles mejor asilo en el imponente y lujoso cenobio, pero el conde, que ya estaba bastante escamado respecto a la castidad de los monjes, más llevando consigo tanta monada, temió por los sabrosos culos de los muchachos y prefirió declinar la invitación y quedarse en el modesto castillo. Pensó que era mejor no poner la tentación ante las narices de los frailes y que se conformasen dándole por culo a los novicios.
Que según tenía entendido en ese monasterio había bastantes chavales iniciándose en los rezos, el estudio y el resto de prácticas propias de un convento. Entre ellas poner el culo a los más adultos o darle polla a los jóvenes, hasta que llegasen a una edad de ancianidad en la que ya serían partidarios del celibato y la castidad integral de todo el orbe. Cuando ya no puedes follar, pues que se joda el resto y se la corten. Esa debió ser siempre la teoría de la curia de Roma para mantener los irrefutables principios de pureza entre los jóvenes. Pero mientras todavía se te empine, folla y da por culo cuanto puedas. O ponlo a otros para que te den gusto como a una perra. Y estos últimos si son unos sabios principios. Y de suyo suelen practicarlos en mayor medida de la recomendable dada su posición y condición de célibes.

Lo único que aceptó Nuño, por presión de Froilán, fue una comida con el abad, pero se fueron solos a Monte Cassino, escoltados por cuatro africanos. Los señores comieron como si se tratase de una bacanal romana y los guerreros negros se follaron a tres novicios imitando una orgía pagana. Los tres chavales tenían el ano más flojo que una cabra expulsando al cabrito de su vientre. Y hasta en lugar de gemir balaban. Y si ellos no tenían cuernos, seguro que se los estaban poniendo a más de un monje que le calentaba las tripas cada noche. De todos modos, a más de uno le hubiese gustado ocupar el sitio de esos chicos y levantarse el sayal por detrás para no desperdiciar la oportunidad de catar las pollas de los negros. A los novicios la carne se les derretía ante una calentura tan fuerte como les provocaba el olor de los cojones de los imesebelen y aguantaron cuatro polvos cada uno.

Cuando los señores terminaron la comida con el Abad y el prior, los tres mozos se escurrían calladamente por el claustro para ir a evacuar la leche que llevaban en la barriga. Y los estupendos guerreros se limpiaban disimuladamente las vergas antes de meterlas de nuevo en los bombachos. Pero todos estaban muy contentos excepto Froilán y el conde que se sentían pesados y con el estómago lleno a reventar. Lo único que necesitaban ahora era un extenuante ejercicio sobre los lomos de sus esclavos hasta eliminar más calorías de las que habían ingerido. Y, encima, los chicos se lo agradecerían y se acordarían del abad de Monte Cassino, que tan bien había cebado a sus amos.

El castillo tenía un pequeño jardín y estaban allí el mancebo, Ruper y Marco repasando sus arcos para tenerlos a punto al emprender nuevamente el viaje. Los tres muchachos frotaban la resistente madera, que siendo de tejo, el del mancebo y Ruper eran de árboles nacidos en reinos de Hispania y el que ahora usaba Marco estaba hecho con madera italiana. Pero tan buenos era el uno como los otros y comentaban que necesitaban más flechas ligeras y con barbas, eficaces hasta más de doscientos cincuenta metros, si se dirigía contra un hombre sin armadura, y también saetas más pesadas, con punta en aguja, para perforar el hierro incluso a ciento treinta metros de distancia. Tenían que ir bien pertrechados para cualquier eventualidad y le dirían al amo que sería conveniente que más muchachos usasen arcos y flechas en lugar de espadas. Al no ser guerreros, ni estar avezados con las armas de acero, era preferible crear un grupo de buenos arqueros que no necesitasen recurrir a la lucha cuerpo a cuerpo. Puesto que el puñal sólo lo usarían para rematar al contrario ya caído en tierra, igual que se hace con una pieza cazada a flechazos.

A Curcio le llamó la atención la labor de los chicos y se acercó a ellos para ver como cuidaban y tensaban sus armas. Y observó que las cuerdas de los arcos no eran iguales, lo que le intrigó y quiso saber cual era la causa de esa diferencia. Y Guzmán se lo explicó. Su arco tenía una cuerda de cáñamo, mientras que Marco y Ruper usaban tripa en los suyos. Eso sólo se debía a la preferencia de cada uno por una u otra materia para hacer la cuerda de su arco. Pero que las dos eran igual de buenas y eficaces para no errar la puntería. La elección era más por costumbre que por otra causa. Y Marco quiso saber a su vez si él no usaba arco para cazar en sus bosques. A Curcio le hizo gracia la pregunta, pues al ser un noble era lógico que cazase con arco al igual que usando jabalinas. Y el otro chico le contestó que entonces cómo no sabía que daba igual una clase de cuerda que otra?. Cuál de ellas usaba él?. Curcio se sonrojó y respondió que sus monteros le preparaban las armas para la caza, pero que siempre había usado el cáñamo, porque era lo que consideraba más adecuado su tío. Y Marco insistió: “Y tienes buena puntería?”. “Sí. Muy buena... Tanto o más que vosotros. Y puedo demostrarlo cuando os de la gana”, afirmó el chaval con aire suficiente. “Cuando el amo lo permita haremos una competición entre los cuatro”, zanjó la porfía el mancebo anunciándoles un desafío entre ellos. Curcio se alejó de los dos expertos en arcos, dejándolos con Ruper, y se dirigió él solo hacia el otro extremo, cobijándose bajo unas pérgolas con rosales silvestres. Sin embargo, alguien estaba allí también. “Es agradable este lugar. No crees?”, le preguntó Fulvio, que estaba sentado en un bancal de piedra. “Creí que no había nadie!”, exclamó el crío. “Te molesto?”, preguntó el otro por pura cortesía, puesto que no pensaba irse por ningún motivo. “No...Al contrario...Y si quieres te hago compañía”, respondió Curcio. Fulvio sonrió y le hizo un sitio a su lado en el mismo banco, diciendo: “Claro... Si puedo follarte, supongo que también podré hablar contigo a solas....Siéntate”. Curcio lo hizo y pronto su muslo notó el contacto de la pierna de Fulvio.

Los dos chavales no hacían más que mirarse a los ojos, pero Fulvio presionaba su pierna contra la del otro, como queriendo trasmitirle el calor que un incipiente sentimiento de amor le producía. Curcio notaba ardor en las mejillas y le preguntó a su compañero: “Te gusta follarme o sólo lo haces porque te lo manda el amo?”. Fulvio posó la mano sobre el muslo de Curcio y respondió: “Lo hago por que él me lo permite. Pero no he deseado algo tanto ni tan fuerte como eso. Desde que te vi desnudo en el castillo tu imagen se quedó grabada en mi retina y el olor de tu cuerpo no me deja nunca... Sé que me reí de ti y casi te odié por ser tan bello y provocare un deseo incontenible de poseerte. Además me dolía tu orgullo y tu suficiencia de niño aristócrata. Pero, más tarde, al ver que Iñigo te llevaba a calmar el ardor de tus nalgas, hubiese dado la vida por ser yo quién te acariciase y untase de bálsamo tu carne dolorida... Te habría besado ese culo que me enloquece y también la boca...Eres demasiado hermoso para ser sólo un hombre. Y creo que te estimo más de lo que aconseja la prudencia”.

El joven noble, relegado a la condición de esclavo y desposeído de sus tierras, le dijo al otro: “A mi me gustaste al ver tu mirada de desprecio cuando me diste aquellos harapos para vestirme. Nadie me había tratado así nunca y tus ojos se clavaron en mi alma. No me atrevía a acercarme demasiado a ti, ni a mirarte siquiera si tú podías darte cuenta de ello, pero tu polla me hace sentir algo distinto en mis tripas. Te deseo más que a los otros, sin que eso signifique no aprecie sus caricias y los besos que me dan. Ni por supuesto puedo decir que no me guste la verga del amo y la de los otros dos esclavos. Lo que pasa es que tú me haces vibrar de otro modo y sueño con estar a solas contigo. Como ahora. Y mucho mejor si fuese haciendo otras cosas además de hablar...Nunca supe que es el amor, pero sé que podría vivir contigo para siempre.... Y lo deseo con todo el corazón”.

Fulvio no pudo reprimirse y lo besó en los labios, hasta que a los dos se le llenaron los ojos de lágrimas. Y le dijo: “Me gustaría que fueses mío y sólo yo dispusiese de tu cuerpo. Pero eso es imposible... Ojalá nos dejase estar solos alguna vez. Sería estar en el cielo”. “A mi me gustaría pertenecerte y saber que tu fuerza me domina y me usa cuando tú lo deseas...Sé que no siempre te complacería, pero soportaría gustoso cuanto castigo mereciese a tu juicio, con tal de aprender a darte placer... Me gustaría ser tu esclavo y tu única hembra. Y vivir sólo para ti”, fue diciendo Curcio entre beso y beso. Mas sólo eran deseos y quimeras delirantes, puesto que sus cuerpos y sus vidas pertenecían al conde y le gustaba usarlos y gozar con sus cuerpos sirviéndolo como dos perras, a cambio de no castigarlos y dejar que lamiesen sus manos en agradecimiento por acogerlos bajo su protección. Ser esclavos del conde era mejor que estar en poder de otro amo. O incluso muertos, que podría ser el fin más probable para Curcio de seguir en manos de su infame tío Gastón.

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viernes, 9 de diciembre de 2011

Capítulo LVIII

Pontecorvo, cerca de Aquino y que formó parte del principado de Capua, tuvo su origen en un campamento montado por el emperador Carolingio Luis II, guerreando contra los sarracenos. Pero en esos tiempos en que el conde y sus acompañantes pisaban las piedras de ese lugar, pertenecía a la abadía benedictina de Monte Cassino, encaramada en su atalaya como un águila que otea las presas que serán su carnaza, puesto que su abad había comprado el pueblo en el año de gracia de mil ciento cinco. Y se le otorgó la primera estatua comunal, de las más antiguas del reino de Nápoles, en el mil ciento noventa, marcando el comienzo de una nueva era cívica para la población.


Los chicos seguían al amo y su amigo y ya estaban olvidando el incidente ocurrido al poco tiempo de abandonar Capua. Iban atravesando cultivos de viñedos y más campos de olivos, cuando vieron venir hacia ellos varios jinetes, que pronto se dieron cuenta que iban encapuchados. Ese detalle les puso en guardia a todos y acariciaron la empuñadura de las espadas, al tiempo que Guzmán y Marco le echaban mano a sus arcos, poniendo el ojo en alguno de los misteriosos viajeros por si tenían que ensartarlo como a un pájaro antes que pudiese levantar el vuelo después de intentar picar lo que no era bueno para su salud.

Puede que esos fantoches estuvieran mal informados del número de hombres conque contaba el conde, pero lo cierto es que se lanzaron sin meditarlo a una muerte casi segura. Nuño, que ya olía el peligro antes de surgir, espoleó el caballo, al tiempo que Froilán y los imesebelen, y espada en alto se abalanzó a por ellos gritando al resto de su tropa: “A por ellos y que no quede ni uno solo con vida...Quien los manda tendrá que deducir lo que les ha pasado al no verlos aparecer para rendirle cuentas!. Fredo, adelántate con nosotros y demuestra como sabes manejar la hoja de acero que empuñas!. Demuestra que un buen macho sabe manejar eso tan bien como la polla dentro del culo de su amado muchacho!. Guzmán, tú, Ruper y Marco ya sabéis que hacer con las flechas. Como si fuesen gamos!. Que ninguno logre escapar vivo!. Iñigo, no te separes de mí y tú tampoco, Fulvio. Y el resto manteneros a salvo y cuidar de los eunucos y de Piedricco. Incluido tú, Curcio. Eres muy joven todavía para enfrentarte a la muerte”.

Obedecieron las indicaciones del conde, pero los atacantes no era unos aficionados y los superaban en número, en una proporción de dos por cabeza. Sin embargo, cada uno de los africanos valía por cuatro de los enemigos. Y tanto Nuño como Froilán y Fredo podían entenderse con más de dos a la vez, sin quitarle mérito a Fulvio e Iñigo, que los dos también sabía como quitarse de encima a sus oponentes. Y tampoco podemos dejar atrás al mancebo y a Marco e incluso a Ruper, que con cada flecha disparada caería al suelo uno de los cretinos asaltantes, porque harían blanco al menos a tres piezas por cabeza. Se oyó el ruido del hierro al entrechocar y pronto la sangre salpicaba los rostros y los petos de los guerreros sin dar cuartel a la fatiga ni permitirse el lujo de bajar la guardia. Se vieron en situaciones comprometidas todos los chicos y el conde y Fredo tuvieron que sacar a más de uno del apuro. A Iñigo casi le alcanzan en un costado, pero solamente rompió la tela y notó el fuerte roce en la cota de malla. Y con un salto de gimnasta esquivó una estocada que pudo haber sido mortal y alcanzó el pecho del contrario atravesándolo de lado a lado. Fulvio no tenía mucha práctica con la espada y terminó haciendo uso del puñal lanzándoselo al que tenía más cerca. Pero el conde le salvó la vida decapitando a otro que lo iba a ensartar por la espalda. Froilán se las arreglaba bien solo y despachó a unos tres, al igual que Fredo que tuvo tiempo de ayudar a alguno de los otros chavales.

Los tres arqueros hacían gala de una serenidad pasmosa y más que en una lucha a muerte parecía que estaban de caza y montaban el arco tranquilamente apuntando con tino para no desperdiciar ni una saeta. Ellos abatieron a diez antes de que el resto acabase con los demás agresores. Se vieron en menor peligro que los demás, pero también es cierto que no paraban de mover su montura y disparar sobre la marcha. La destreza del conde quedó de manifiesto y todos comprobaron su superioridad en el manejo de las armas. Apenas le arañó ni una espada y la suya sajó y destripó a cuantos se le pusieron delante.

Pero, a pesar de contener a la mayoría, media docena se fueron a por los chavales que cuidaban las mulas. Y creyéndolos más vulnerables se dispusieron a acabar con ellos. Tamaño error, le costaría muy caro. Porque no esperaban que los dos eunucos se armasen de garras afiladas, como cuchillos de matarife, y le arañasen el rostro y rajasen el cuello de parte a parte a dos de ellos. No les dio tiempo de ver las manos armadas de los castrados y confiados al creerlos seres indefensos, se acercaron a ellos sin precaución alguna y eso fue su triste final. A los otros cuatro los aniquilaron Curcio y los otros muchachos unidos al grupo de esclavos del conde. El joven aristócrata no se amilanó y quiso mostrarles al resto que había practicado con buenos maestros de armas. Al primero lo mató rápido de una estocada certera en el vientre. Pero al ir a por otro, se encontró con un animal que casi lo tronza de un tajo. El chico pegó un salto hacia atrás y se libró por los pelos. Pero reaccionó y amagó hábilmente engañando al patán y le seccionó la garganta con la punta de la espada.

Los otros chavales formaron equipo y mal que bien lograron dar muerte a los otros dos. Dolorosa, pues no acertaron a la primera en clavar las espadas y puñales en órganos vitales, pero terminaron por rematarlos a base de pinchazos indiscriminados y por todas partes. Hasta Piedricco quiso tomar parte en la lucha y antes que Mario le clavase el cuchillo en el estómago al puto sicario, saltó sobre la espalda del tipejo arañándole los ojos desde atrás. Pero se cayó y si el otro chico no se da prisa en clavar su arma, el matón aplasta la cabeza de Piedricco con un pie.

Hassan y Abdul demostraron lo útil que eran las uñas de acero que encargara el mancebo y el conde volvió a admitir que la caricia de esas dos gatas salvajes era altamente mortífera. Al terminar la masacre, Nuño observó con atención los cuerpos inermes de los enemigos y rebuscó entres sus ropas alguna señal que le indicase la procedencia y motivo del ataque. Y la encontró. Uno de ellos, que ya desde lejos le dio la impresión de ser el jefe y fue al primero que dio muerte, llevaba un pergamino muy doblado que en los bordes todavía se veía un sello de lacre con dos llaves cruzadas coronadas con una mitra papal. Las llaves de San Pedro pretendían cerrarle el paso hacia Pisa.

Nuño no esperó a que otros apareciesen de improviso y mandó montar y partir a galope tendido. Más tarde, recorridas ya varias millas, detuvo el caballo y echó pie a tierra. Los chicos esperaron sobre las monturas, pero al ver que también descabalgaba Froilán, se animaron todos a bajar del caballo. El conde los reunió a su alrededor y los felicitó con un beso a cada uno de ellos. Sin embargo, a Iñigo volvió a advertirle que no debía ser tan impulsivo al atacar, pues dejaba ver los flancos y ese punto débil en la defensa podría ser fatal. El chico reconoció que le ciega el afán de herir y descuida su propia protección. Y Nuño le recordó una vez más que el objetivo no es matar sino sobrevivir. Y le repitió reclamando la atención de todos: “La muerte del otro es consecuencia de la defensa de tu vida y no de desear su muerte”.

Pero a Piedricco le riñó por imprudente y le dijo a Fredo que el castigo corría de su cuenta. El vería si el chico merecía o no un correctivo por ser tan impulsivo y poner en riesgo su vida cuando se le había ordenado que no se expusiese a ningún peligro. Piedricco alegó que él también era un hombre y quiso ayudar a sus compañeros. Lo malo era que no tenía nada conque atacar a no ser sus propias uñas. Y eso es lo que usó. La salida del crío les hizo reír a todos, menos a Fredo que todavía estaba temblando sin poder olvidar que su amado había estado a punto de morir.

Y entonces, tras mirar al conde y leer en sus ojos su aprobación, Fredo agarró al crío y lo puso de bruces sobre una rodilla y le sacudió la badana con fuerza. Pobre Piedricco!. Debía ser la primara zurra que recibía y lloró como un desconsolado. Mas un beso con caricia incluida de su amante bastó para olvidarse del escozor en el culo y volvió a sonreír feliz de pertenecer a un hombre tan machote como Fredo. Además sabía que en cuanto tuviesen un poco de tiempo, su amante le compensaría ese dolor que ahora sentía en las nalgas, trocándolo por el gustoso ardor que le quedaba dentro del culo después de follarlo. Continuaron la marcha un largo trecho y, cansados y polvorientos, entraban en Pontecorvo.

martes, 6 de diciembre de 2011

Capítulo LVII

Antes que se hiciese de noche, entraron en Capua por la porta Roma, reconstruida por el emperador Federico II de Hohenstaufen inspirándose en los arcos de triunfo romanos para desafiar a los estados pontificios, y se dirigieron al castello delle Pietre, construido por los príncipes normandos y fue la sede del principado, tras conquistar la ciudad a los lombardos. Llevaban una carta de Don Asdrubale dirigida al alcaide y éste los recibió con extremada cortesía, poniendo todo el servicio de la vieja fortaleza a su disposición. Era una construcción pensada más para la defensa que para la comodidad de sus moradores. Y, por supuesto, nada tenía que ver con la villa romana donde habitaba el señor di Ponto.
Por supuesto, el hombre que mandaba en este castillo, más siendo amigo de Don Asdrubale, tenía querencia hacia los jóvenes y sus aficiones no eran muy distintas a la de éste. Aunque a sus esclavos les aplicaba un régimen más estricto y los mantenía encerrados en las mazmorras, incluso encadenados por el cuello, además de ponerles grilletes en las muñecas y tobillos. Gustaba de rememorar tiempos pasados, cuando esta ciudad era un gran centro de gladiadores, con una importante escuela de la que Espartaco se escapó con setenta compañeros, iniciando así la rebelión contra el orden romano. Obligaba a sus esclavos a hacer ejercicios físicos extremos y tenían que aprender a pelear cuerpo a cuerpo, tanto al estilo de lucha grecorromana como de otros tipos más agresivos y sangrientos. Había reunido una veintena de muchachos, bien seleccionados, y esa noche, Don Tulio, que se hacía llamar así para parecer más romano, aunque era un normando puro y duro, invitó al conde y a Froilán a presenciar una exhibición de destreza y habilidad de sus mejores pupilos. Compitieron por la victoria, eliminándose unos a otros por parejas, hasta que quedaron en pie los dos mejores y se enzarzaron en un último reto por el triunfo final. El ganador pasaría la noche en la alcoba del amo, sirviéndole de hembra para darle placer. Y, antes de que los señores se retirasen a sus aposentos, el vencido fue azotado con un látigo de cuerdas rematadas en espinos, dejándole la espalda ensangrentada y el cuerpo agotado.
Nuño se reunió con sus esclavos en las habitaciones que les fueron asignadas y, aunque alguno quiso saber como había sido la lucha, el conde no les contó nada sobre ese tema y les ordenó que se preparasen para ser usados antes de dormir. El primero en estar listo fue Guzmán y el amo lo agarró por las manos y lo sentó en sus rodillas mirando hacia él. Nuño ya estaba desnudo, lo mismo que el esclavo, y sin dejar de besarle la boca lo ensartó por el culo en la verga haciéndole trotar un buen rato. Aún estaba el mancebo clavado por el amo y ya tenían alrededor a los otros tres chavales, viendo con cara de hambre la ración de polla que recibía su compañero. El conde levantó a Guzmán y sentó a Iñigo de la misma manera y también le hizo saltar otro rato con el cipote dentro del ano. Ninguno se corrió, puesto que el amo no lo autorizara, y le tocó el turno a Fulvio. Y también cabalgó sobre las piernas del amo mientras el agujero se le abría de tanto subir y bajar con la tranca dentro. Curcio quedó para el final, pero tuvo su momento de juego y su ojete se tragó con toda facilidad el carajo del amo. Y también estuvo un rato brincando como un juguete de trapo.

Pero a Curcio no le hizo levantarse y lo abrazó para apretarlo contra el pecho. Y obligándole a izar algo el culo, le ordenó a Fulvio que se la metiese también. El chico lo hizo encantado y aunque pudiese parecer difícil, fue clavando su polla dentro del cuerpo de Curcio, aprovechando el escaso resquicio que le dejaba la verga de Nuño, ya encarnada en el recto del muchacho. Esa follada doble hizo que Curcio se estremeciese y no parase de gotearle el pito. Y, por su parte, Fulvio tardó muy poco en correrse notando el contacto del miembro del amo junto al suyo. Y detrás tuvo que penetrar a Curcio Iñigo, sin que el conde sacase la tranca de ese culito ya dilatado a tope. Y este chaval tampoco pudo aguantar demasiado para bañar en semen el pene del amo. Y por último tuvo que hacerlo Guzmán y esta vez el amo y los dos esclavos se corrieron al mismo tiempo. Lo sorprendente es que a Curcio todavía le quedase leche en los huevos después de estar soltando babilla desde el principio.

Y a pesar del jolgorio nocturno, se levantaron temprano para visitar la antigua ciudad situada a la orillas del río Volturno. Don tulio les mostró los restos de la gloria de Roma, tanto el anfiteatro cercano al arco triunfal, como el acueducto llamado Aqua Júlia y los restos de las viejas murallas. Y también se dieron una larga vuelta por el centro de la urbe, sin olvidar pasarse por el mercado y ver la forma de vida de los ciudadanos de Capua. A los chicos les gustaba conocer sitios nuevos y aprender cosas y conocer costumbres diferentes a las suyas. Y el conde no sería quien les privase de adquirir conocimientos y abrir sus mentes a otras culturas.

Además yendo con ellos Don Froilán, apreciar el arte y la belleza era casi un mandamiento inquebrantable. Y todos se fijaron en un busto romano cuyo rostro se parecía mucho al de Fulvio. Eso dio pie al conde para decir, una vez más, que ese chico era un verdadero patricio venido de la antigüedad para ofrecerle su cuerpo y enseñarle el mismo placer que debió sentir Julio Cesar o Marco Antonio. O cualquier otro de aquellos romanos que gozaban los más refinados placeres en las termas o los gimnasios. Y no sólo Tulio añoraba esos tiempos donde el culto a la belleza del hombre era una obligación impuesta por la cultura. Y ver a esos jóvenes reunidos era volver a esa época en la que la oscuridad e ignorancia no reinaban en Europa como en esos momentos.

Fulvio miraba a Curcio de reojo, porque el chico iba charlando muy animado con Iñigo y por la atención que prestaba a lo que decía el guapo rubiales, tenía que ser interesante lo que tanto atraía al muchacho. A no ser que cualquier cosa que dijese o hiciese Iñigo dejase pasmado al otro más joven. Y de pronto se preguntó qué le importaba lo que hablasen los dos muchachos. Pero si bien eso le traía sin cuidado, lo que ya le importaba más era no lograr que Curcio le prestase atención a él. Incluso a veces le daba la impresión de que no existiese para ese crío, ni siquiera al darle por el culo. Quizás sólo fuese un puto complejo suyo, pero siempre tenía la impresión de pasar desapercibido. Y, aún sin motivo aparente, pensaba que Curcio pasaba de hacerle el menor caso. Y eso le daba ganas de zurrarle el culo al chaval y follárselo después hasta romperle el agujero.

Y aprovechando que Guzmán lo dejó para acercarse al conde, Fulvio pegó la oreja para oír la conversación de los otros dos chavales. Y el tema que les ocupaba no era ningún misterio ni se trataba de conspiración alguna contra él ni el conde. Iñigo le aclaraba a Curcio el motivo por el que Guzmán era algo especial para el amo. Y añadía además, ante el asombro del crío, que en realidad era un príncipe de sangre real almohade y de Borgoña, mezclada también con la casa de Hohenstaufen. A Curcio le pareció imposible que un personaje tan ilustre fuese esclavo de otro hombre con menos nobleza que él, pero Iñigo le hizo ver que el mancebo había preferido amar al conde a cualquier otro honor o privilegio. Fulvio creyó no oír bien e Iñigo se lo confirmó con toda clase de detalles.

Los dos chicos miraron al unísono hacia Guzmán, como entendiendo algunas cosas que hasta ese momento no las tenían demasiado claras respecto a ciertas aptitudes del amo hacía él. Iñigo aún les dijo más. Remató explicándoles que en realidad los dos eunucos eran esclavos de Guzmán y los guerreros negros su guardia personal, dada su condición de príncipe de Al-Andalus. Pero que no olvidasen tampoco que antes de saber que su cuna era tan alta, sólo era un pobre furtivo que cazó el conde en sus bosques. Y el amo le enseñó a ser un caballero y a dejar clara su condición y casta de reyes.

Al día siguiente, nada más salir la luz del día, partieron de nuevo saliendo de Capua por el viejo puente romano de la vía Apia, sobre el río Volturno, que llevaba a la salida de la ciudad en dirección a Roma, dejando atrás las torres de Federico II. Otra vez se abría ante ellos el largo camino que deberían recorrer para llegar a Pontecorvo, en cuyo castillo se alojarían, con toda la comodidad y seguridad posible, recomendados también por el noble Don Asdrubale.

viernes, 2 de diciembre de 2011

Capítulo LVI


Abandonaron la ciudad al amanecer y constituían un tropel variopinto de capas al viento, flotando sobre las ancas de briosos caballos de raza. De tan buena casta como los jóvenes que los montaban, ya fuesen señores o esclavos. Al frente del cortejo de bellos paladines iba el más fuerte, el conde Don Nuño y junto a él don Froilán, el elegante noble aragonés. Les seguían Fredo, Guzmán, Iñigo y Fulvio. Luego cabalgaban Ruper con Marco y Curcio. Pegados a ellos trotaban Bruno y Casio, los dos muchachos napolitanos y también Mario y Denis, los dos sicilianos. Y detrás de éstos montaban sus jacas Piedricco y los dos eunucos, que tiraban además de la reata de mulas, guardados de cerca por dos jinetes negros que tenían mucho interés en la seguridad de estos castrados. Eran Jafir y Ali, sobre buenos caballos para soportar largas marchas y rápidos ataques en la guerra. E iguales cabalgaduras llevaban los otro cuatro guerreros africanos, que flanqueaban la cabeza y la retaguardia de la formación. Veintidós jinetes con sus corceles y varias mulas.

Pensaban llegar hasta el principado de Capua y descansar una jornada antes de adentrarse en tierras pontificias. En cuanto abandonasen los territorios del reino de las Dos Sicilias, en el resto de la península de Italia se encontrarían en dominios güelfos, a excepción de algunas ciudades estado como Pisa o Génova. A partir de entonces debían extremar las precauciones para no caer en una emboscada concebida por los servidores papales. Pero en cualquier caso, las alertas del conde no bajaban la guardia en ningún momento y estaba ojo avizor a que saltase la liebre en cualquier recodo del camino. Con Roma y sus ansias de poder toda cautela era poca. Y no dudarían en matar para conseguir sus propósitos.

Sólo se detenían lo justo para dar de beber a los caballos, dejándoles recuperar el resuello mientras ellos reponían fuerzas con algún refrigerio a base de higos secos, nueces, uvas, algo de carne seca y queso con hogazas de pan horneado al amanecer o cocido por los eunucos en improvisados hogares de barro. Pero los chavales iban contentos y reían en cuanto se juntaban alrededor del conde y Froilán para descansar, o andar un rato para no anquilosar las piernas de tanto ir a caballo. Lo peor que llevaban era ir todo el tiempo con cotas de malla bajo los petos. El conde quiso que todos fuese protegidos e iban armados como guerreros. Llevaban espadas y dagas al cinto y también arcos y flechas, pero indiscutiblemente los maestros arqueros eran Guzmán y Marco. Ambos hacían gala de una puntería asombrosa, dado su pasado como furtivos, y eran los encargados de suministrar carne fresca al resto. En cuanto pasaban por algún bosque o coto de caza y cualquiera de los dos chavales aventaban una pieza, fuese gamo o corzo, la perseguían a todo galope abatiéndola con un par de flechazos.

Pero evidentemente los únicos que no se protegían con malla de hierro ni portaban armas que no fuesen cortas, eran los dos eunucos y Piedricco, que definitivamente no había nacido para esas cosas de la guerra. Sus batallas las libraba de otro modo, más apacible pero no menos esforzado. Y su campo de acción era el lecho u otro lugar propicio para que Fredo lo cogiese por la cintura y relajase sus nervios con un buen polvo. Ese día, pasada ya la media tarde, el conde ordenó hacer un alto en la marcha para evacuar aguas u otras necesidades mayores y vio a Curcio adentrarse en un olivar, solo y sin avisarle a otro de sus compañeros que iba a aliviar sus tripas. Siguió al muchacho y aguardó a que terminase de hacer sus necesidades, viéndolo en cuclillas y con sus redondas nalgas, tan bien modeladas, expuestas al aire.

El chico era muy escrupuloso en el aseo personal de su cuerpo y también de sus bajos, y Nuño admiró como procuraba limpiarse el culo con tanto esmero y minuciosidad. Cuando el chaval consideró que todo estaba como es debido y ya empezaba a subirse las calzas para tapar otra vez el trasero, el conde salió de su escondite y lo sujetó por detrás, obligándole a apoyarse contra un tronco retorcido.

Curcio, de entrada se sobresaltó, pero al ver quien era el que lo agarraba se tranquilizó y sólo dijo: “Sois vos?”. Nuño no dejó que se volviese del todo y le respondió: “Sí. Soy tu señor y no quiero que te alejes del resto sin avisar a nadie. Es peligroso que un joven tan bello como tú ande solo”. El chico se excusó diciendo: “Señor, sólo tenía ganas de...”. “Calla!”, exclamó el conde. Y añadió acariciándole el esfínter: “Te molesta al montar después de tanto follarte?... O te gusta sentir el ardor que te dejan las pollas al moverse con fuerza dentro de ti?... Te dejas penetrar por miedo a que te azote otra vez o le has encontrado gusto a servir de puta para que te den por el culo?...No hables!... Eres muy guapo y me gusta este cuerpo que parece ideado por un gran artista...Pero tu culo me enloquece porque está erguido y se pronuncia su redondez al final de tu espalda. Dos nalgas carnosas y firmes, siempre turgentes aún después de zurrarlas o mazarlas golpeando con los muslos al clavarte la verga... No sé si te has enviciado tan pronto o ya existía dentro de ti una zorra deseosa de macho. Pero eso me da igual, porque cuanto más perras más placer dais a un hombre. Y tú vas a ser mi perrita esta tarde... Sabes lo que te haré ahora?”. “Sí, señor”, acató el crío. “La noto muy gorda y más crecida que de costumbre...Te da miedo que te la meta aquí?, le preguntó Nuño. “No, señor”, dijo el chico. El conde le sobó con fuerza los glúteos y agregó: “Eso me gusta... Pero no sé si prefieres antes unos azotes”. “No, señor”, contestó Curcio. “Y si la zurra es indispensable para que te folle, porque me gusta notar la carne caliente?”, insistió al amo. “Señor, si ha de ser requisito previo, azótame y luego fóllame, amo. Pero no me dejes así ahora”, suplicó el muchacho. “Y cómo quieres que te deje así si has hecho que me hiervan los cojones!...Agárrate al olivo y mantén en alto la cota de malla para que no me roce el capullo, que ahora sí que van a romperte el culo!”. Y todos hicieron como que no oían, pero en todo el campo resonaron los gemidos de Curcio.

Y los vieron volver con una amplia sonrisa en los labios. Y el chico, con un brazo del conde sobre los hombros, ocultaba las manos bajo su capa azul siena, porque se tocaba el culo, que todavía no había echado fuera todo el semen que tenía dentro de la tripa. Notaba la humedad entre las nalgas y eso lo ponía nervioso por ir con el trasero manchado, pero, por otra parte, le otorgaba un destacado privilegio sobre los otros esclavos. Esa tarde el había sido la perra elegida por el amo para satisfacerle en solitario. Froilán sonrió malicioso y miró a los otros chicos que no ocultaban los prominentes bultos en sus entrepiernas. Todos se habían puesto cachondos y otra cabalgada les bajaría un poco la calentura.

Ya de nuevo en camino, Curcio trotaba al lado de Guzmán y acercó el caballo para preguntarle: “Te molesta que esté a solas con el amo?”. El mancebo lo miró con una sonrisa y le respondió: “No. Sólo soy un esclavo y lo que mi dueño haga no es asunto mío... Yo le sirvo como y cuando disponga... Y a ti?. Te ha gustado estar a solas con él?”. “Sí... Esta vez me dio más fuerte”, contestó Curcio. “No escuché azotes”, objetó Guzmán. “No me pegó con la mano ni con la correa, pero me partió el culo con su verga... Ahora sí me ha hecho su esclavo”, dijo el chaval. Y Guzmán le dijo: “Eso me alegra, porque me gusta tenerte con nosotros...Ya eres uno más y gozaremos todos si el amo está contento. Nunca lo olvides y procura servirlo con todo tu empeño... Desde que te vi la primera vez, supe que le gustabas al amo y no tardaría en hacerte suyo. Eres demasiado hermoso para dejarte escapar”. “Te juro que no quería escaparme!”, exclamó el crío. “Ya lo sé. Es una manera de hablar refiriéndome a que tu destino ya estaba escrito en cuanto el conde puso sus ojos sobre ti”, le aclaró el mancebo, añadiendo: “No sabes nuestra historia, pero te diré que antes que su esclavo fui cazador. Un furtivo. Un ladronzuelo que los nobles colgáis de los árboles por quitaros la caza que consideráis vuestra. Y por eso huelo una pieza a distancia. Y sé que de clase de animal se trata. Y tú me oliste a sexo y a una nueva perra para complacer al amo... Y no te enfades por llamarte así, porque todos somos perras para que goce de nuestros culos”.

Curcio se rió diciendo: “No me ofendo por eso, puesto que sé de sobra lo que somos cuando ponemos el culo para que un macho se solace dentro de nuestra barriga... Y de todos modos me gusta ser la puta de un hombre con buen rabo...Y no sólo el amo lo tiene... El de Fulvio está muy rico. Y el de Iñigo y el tuyo también... Espero que el amo os deje volver a montarme”. “Me he equivocado. No eres una perra. Eres una zorra!... Menudo putón vas a ser en poco tiempo!”, exclamó Guzmán soltando una carcajada que llamó la atención de todo el resto de la comitiva.

miércoles, 30 de noviembre de 2011

Capítulo LV

El conde colocó a los cuatro chicos sobre el lecho, en posición decúbito prono, y repasó con los dedos las espaldas y las nalgas de todos ellos. Se las separó para verles el ojete, ligeramente lubricado por los eunucos, e introdujo un dedo en cada uno de esos preciosos esfínteres como calando su hondura y tomándoles la temperatura que la lascivia les provocaba en el cuerpo. La calentura de los cuatro, cuyo exponente eran sus pollas duras y rígidas, aumentó la del conde y su verga goteaba por el orificio de la uretra. Eran cuatro criaturas maravillosas y sus pieles y formas invitaban a devorarlas aunque sólo fuese con los ojos.

Y Nuño quería comérselos y no sólo con la vista. “Sería un desperdicio dejar que estas frutas se pasasen de sazón!”, pensó. Les fue separando las piernas y en medio de ellas les vio los huevos, endurecidos y apretados contra la cama, que daban la sensación de ser más jugosos y dulces que las mejores ciruelas de color dorado. No se veían las pollas, pero no era necesario tocarlas ni verlas para saber como estaban de mojadas por sus propias babas. El conde les besó el culo a los cuatro y también les hizo un recorrido con los labios a lo largo de la espalda. Y con todos terminó en el cuello, bajo la nuca, para darles un mordisco hasta hacerlos gemir.

Se acostó sobre cada uno y restregó la verga contra sus nalgas, pero no penetró a ninguno. Quería alargar el momento y saborear el placer con cada gota de sudor que exhalasen sus cuerpos. Los chicos respiraban agitados deseando y esperando ser el primero en gozar con su amo. Pero sólo eran conatos de fornicación que no se traducían en un hecho. A veces casi le entraba a uno de ellos, porque hábilmente levantaba más el culo y abría el ano al notar el glande rozándolo. Y el conde reculaba y dejaba al chico con el gusto en el culo pero sin polla. Ya tenían los vientres manchados y pegajosos de precum y les dolían los cojones de querer y no tener. Mas el conde seguía impertérrito oliéndolos y lamiendo la transpiración de los muchachos.

Era un bello espectáculo ver cinco hombres hermosos ejecutando esa danza ritual previa al apareamiento entre machos. Aunque en este baile sólo uno se movía sobre los otros cuatro. Ellos, los dominados, únicamente eran el ara sobre la que el dominador ejecutaba sus ritos y oficiaba el eterno culto al amor. Y, sin embargo, los cinco respiraban el mismo aire de sensualidad. Se deleitaban más pensando en lo que vendría aún que en lo ya ocurrido. Pero de todas formas les costaba trabajo mantener cerrada la espita del gozo. Y por eso se les escapaban por el pito gotas e hilos de suero viscoso. Los cuatro tenían un perfume particular, tan excitante y personal, que Nuño los diferenciaba con los ojos cerrados.

Y también sabía en que momento estaban maduros para verterse. Aún conociendo a dos desde hacía poco, su olfato e instinto le daban una clara ventaja sobre ellos para calar sus sensaciones y averiguar los sentimientos que provocaba en sus almas. Todos eran muy jóvenes todavía, pero el conde tenía más experiencia y domaba con igual maestría a un potro que a un muchacho. Al fin de cuentas a los dos los montaba y les espoleaba en los ijares para que respondiesen a sus mandatos. Y era de la clase de hombres que nacen para mandar y ser obedecidos por otros más débiles e inferiores a él en carácter y fortaleza sexual. “Ser el garañón de la manada precisa esfuerzo y si no da la talla sólo le queda poner el culo a otro macho más potente. Porque un semental no puede permitirse fallar”, le decía siempre uno de sus preceptores, aunque se refería a caballos más que a jóvenes con los testículos cargados de testosterona.

Pero el conde deseaba regodearse más con sus esclavos y de pronto le dijo a Iñigo: “Monta sobre Curcio y alimenta su vientre”. El chaval dudó haber oído bien a su amo, pero éste le gritó: “Prefieres que te azote hasta que te corras como un perro?”. E Iñigo subió a lomos del otro crío y se la metió por el culo. Curcio, quizás por miedo al látigo o porque ya le corroía el vicio, ni rechistó y levantó el culo para incitar al otro a cabalgarlo. Iñigo se movió rítmicamente cada vez más rápido, tomándole gusto a la follada, y mientras notaba como el otro seguía izando el culo para tenerlo más adentro, se vació jadeando sobre la nuca del chaval. Y el amo dijo: “Baja y que se suba Guzmán... Ahora te toca a ti revitalizarlo con tu savia”. “Amo, yo no...”, quiso decir el mancebo. “No me obligues a mazarte por no obedecer en el mismo instante que lo digo”, le amenazó el conde. Y Guzmán montó a Curcio también y entró con su polla en el culo encharcado del chico. Le dio fuerte. Sin consideración, porque el muchacho gemía, temblando de pies a cabeza, y casi sin oírlo le pedía que le entrase más a fondo. “Y ahora vuelve a ser tu turno para preñar a esta perrita... Cúbrela, Fulvio, y que rebose tu leche por su ano”. Y éste no se hizo rogar y le endiñó otro polvazo al joven aristócrata que le dejó el recto a tope. Al moverse dentro del culo de Curcio, la polla de Fulvio hacía el típico ruido del chapoteo que hace un niño jugando en un charco.

Estaban a rebosar las tripas del chaval y el conde consideró que ahora sí era su turno, diciendo: “Mezclamos la esencia de nosotros mismos en este hermoso crisol que el destino quiso poner en mis manos y cuyos ojos destellan con los verdes reflejos de dos piedras preciosas. Mis esclavos han llenado ya el vientre plano de este muchacho al que ahora le concedo recibir mi propio semen para generar en él una nueva vida”. Y sujetó a Curcio por las caderas y lo puso a cuatro patas para fecundarlo como el gran semental de la yeguada. Hizo rezumar su recto al ocuparlo con su verga y golpeó las nalgas con sus fuertes muslos, obligando a la cabeza del chico a balancearse con cada empujón, como si el cuello no tuviese suficiente consistencia para sujetársela al tronco.

Las manos de Nuño se deslizaron hacia el vientre de Curcio y apretó para pegarlo más a él y clavarlo hasta donde los otros no habían llegado con sus penes ni con su esperma. Y le dijo escupiendo semen por la verga: “Ahora si estás preñado y mi chorro de leche te llegará al estómago. Ya eres otra de mis zorras y no te faltará un rabo que adorne tu bonito trasero a partir de ahora”. Curcio, más que gemir resoplaba al liberar la presión de sus huevos y dejar salir su fresca leche de cachorro. Pero el amo la recogió en su mano derecha y, sin sacar su miembro del culo del chaval, ordenó a los otros tres muchachos que la lamiesen despacio y paladeasen el fruto de esa criatura que les ofrecía. Y los tres besaron la mano del amo llevándose en la lengua su parte de semen del más joven, que su dueño lo convertía en la copa donde cada uno de ellos vertería parte de su energía vital cuando el amo lo ordenase. Ese iba a ser el destino de Curcio al lado del conde. El receptáculo de las esencias de la misma vida compartida con él y los otros tres mozos, que alegraban sus días y le daban fuerzas para enfrentarse a los retos que le planteaba su propio poder.

Y acostándose junto a ellos, Nuño les dijo que descansasen y recuperasen las fuerzas porque tenía que fecundarlos a todos. Y el siguiente sería el mancebo y luego Iñigo. Y esta vez dejaba para el final a Fulvio. Al recién llegado no lo follarían más esa noche, pero mamaría la leche de los otros chicos cuando el conde les diese por el culo a ellos. Y todos quedaron cubiertos y con los cojones vacíos. Pero antes de dormirse, todos en el mismo lecho y muy pegados unos a otros, Nuño le dijo a Guzmán y a Fulvio que se pusiesen a cada uno de sus flancos. Ellos obedecieron y se fueron quedando en silencio los cinco.

Curcio se durmió enseguida, como un bendito, y no soltó de la mano el pene de Iñigo, que le tapaba a él el ojo del culo con su mano. Y el mancebo también cerró los ojos después de que el amo lo besase largamente y le dijese en voz muy baja que lo amaba más que a ninguno. Pero el que no cogía el sueño era Fulvio y, de espaldas al conde, movía el trasero para rozarle la polla y notarla entre las nalgas. Nuño acercó la boca a su oído y le preguntó: “No tienes sueño?”. “No, amo”, respondió el chaval. “Qué te pasa?... No estás a gusto?”, insistió el conde. “Sí lo estoy, amo. Quizás demasiado bien y no quiero cerrar los ojos y abrirlos para ver que sólo era un sueño. Y por eso quiero sentir a mi amo en mi piel”, alegó Fulvio. “El conde lo apretó y le dijo: “No es sueño, sino realidad. Y para que te convenzas de ello, siente a tu amo no sólo en la piel”. Y sin que casi se diese cuenta el muchacho ya estaba otra vez empalado por el conde, que le decía: “Ves que bien entra cuando los músculos están relajados?. Estoy en ti tocándote el fondo de tu tripa y más que sentirte clavado crees que vuelas conmigo. Y así debe ser lo que siente un esclavo al ser poseído por su amo. Quiero que te duermas con ese trozo de mi carne dentro de tu cuerpo”. Y por fin se durmió el muchacho arropado por su amo y al calor de los cuerpos de sus compañeros.